Uno, cuando busca la ilusión, cuando
ansía algo insistentemente, una posición, un triunfo, un amor…, vive más de lo
debido. Sí, sí, más de lo que le corresponde. Y no ya en tiempo, no en longevidad, sino en experiencias. Ingiere más de la cuenta y
digiere a duras penas.
Porque si existe un alimento para el alma,
nutritivo, esencial y magnífico, ese es la ilusión, sin duda; Pero de esta también pueden
empacharse los cuerpos. De ilusión porque le digan a uno “te quiero”, de
ilusión por desempeñar el trabajo de tus sueños o por esa vida placentera y
cómoda, ausente de preocupaciones en exceso pesadas. La ilusión provoca hambre
voraz y sed rabiosa. Acelera las decisiones y transforma las manos en avariciosos
instrumentos de acumulación: de amores de poca enjundia, de bienes materiales,
de conocidos de sonoro nombre, de elogios vacuos, de vanidosos logros…
Se paga un caro precio caro por engordar
la ilusión…, la ilusión mal entendida, la que habita en la cara oculta, claro
está. Se vive de más. Emociones prescindibles, confusiones evitables, dolores
de cabeza innecesarios y energías malgastadas.
La ilusión pues, siempre en forma y
equilibrada. Sin límites que la mutilen, pero leal a la certera dirección de nuestro deseo.
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