Llega un punto en la vida en el que echas un ojo a tu alrededor y te das cuenta de que no posees los suficientes bienes materiales como para pagar, si fuera preciso, por una vida tranquila y alejada de sobresaltos. No hay sustituto posible para eso a lo que llamamos paz interior, ese estado diario, casi de goteo de hora en hora, en el que puedes afirmar con total precisión que pisas sobre un suelo firme y libre de latigazos. Esa sensación en la que todo a cuanto aspiras, todo cuanto amas del modo más limpio y desinteresado, se encuentra a una distancia inmediata de ti misma. Y no necesitas más. No deseas más que continuar probando pedazos de vida auténtica, plenos de ilusión y creatividad, pero en innegociable paz.
Llega un punto en la vida en que tal carencia habría de costarte la salud, física, psicológica, emocional… Y en el que preservarlo torna en tu lucha en calma más constante. Tal vez porque ya empleaste la totalidad de tus concesiones en vidas anteriores. O quizás por percibir ahora una profunda sensación de desgaste interno. Aunque me gusta pensar también que todo ello se debe al mayor y más exquisito acto de inteligencia que un ser humano puede desarrollar.
0 comentarios