Moriré siendo en extremo intensa,
así como nací.
Habiendo sucumbido a la belleza hasta en la más mínima de sus realizaciones;
a la ternura hasta en el gesto más tibio;
a la compasión incluso en la guerra.
Moriré de un ataque de ira, o de celos, o de llanto;
de un ataque de mí misma
y de ese estado de constante ansia y deseo de sentirme amada.
Me desvaneceré en la lealtad más íntima y profunda.
Moriré devorada por la risa del más tenue de los días,
del más inocente de los movimientos, pero excelso a mis ojos;
nutrida por una explosión de felicidad tan estruendosa que
ensordecerá mis oídos a los ruidos ajenos.
Moriré protestando la injusticia,
pidiendo un poco más y reclamando;
apuñalando el vientre de lo obsceno.
Y feliz de saber que lo mucho se disfraza a menudo de muy poco.
Moriré satisfecha.
Moriré mordiendo, hincándole mis dientes a quien quiera probarme;
Me marcharé sintiendo, amando, degustando,
gimiendo y jadeando; amada.
Secándome las lágrimas o afónica de vida.
Moriré revolviéndome en mi tumba,
pronunciando la última palabra,
esa que siempre es mía.
Pero moriré eterna.
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