Creo que aprendemos a querer a los
demás antes de aprender a querernos a nosotros mismos. Contradictoriamente.
Nocivamente.
Y resulta paradójico que el propio amor
que nos dedicamos es muchas veces el que dinamita nuestros sentimientos por los
demás. Por lo tanto, ¿deberíamos acaso
decir que nos queremos mal? Que nos queremos poco, nos queremos tóxicamente,
nos queremos de forma destructiva…, y ahí herimos. Le clavamos la espada al de
enfrente y una vez que ha caído, hacemos lo propio con un puñal directamente
dirigido a nuestro esternón. Secos. Y durará esto lo que haya que durar…, hasta
que un día, una mañana de lento despertar, abramos los ojos y, si hemos sido
listos, tal vez hayamos comprendido al fin qué es querernos sin abrirnos el
alma en dos.
Los actos de autoamor tienen mil
fórmulas. Son saber decir no o saber pronunciar un “te quiero” limpio y sin trabas.
Son confiar, no temer que te engañen, ni esperar que fallen. Anular el rencor o
profesarlo hasta el fin de los días si es que alguien lo merece. Son no bajar
la guardia con cordura o desnudarse sin frío. Pero son, sobre todo, mirarse al
interior y no llorar. Ni bajar la cabeza. Ni sentirse pequeño ante los otros.
Son gustarse en todo aquello que tememos nos critiquen y echar a quien lo haga,
con cajas destempladas. Son no esconder lo que no es tan supremamente
exquisito, porque seguramente y aunque no lo sepamos, resulte delicioso.
Autoestioma, autoamor… de autos va la cosa. De uno mismo. Por
siempre.
Y deliciosa yo. Para toda la vida.
0 comentarios