... Y QUITARNOS LA TONTERÍA

By María García Baranda - marzo 28, 2016



     Mordedora y guerrera. Toca. Y es que me he parado a pensar en unas palabras que todos nos decimos a menudo cuando asistimos impotentes a algo que querríamos cambiar o que nos enarbola. Y me van a permitir no medir el lenguaje, pero es recurso delicioso para expresar en su justa medida a lo que me refiero: un par de hostias a tiempo y se nos quitaba la tontería. ¿O no? ¿Cuántas veces le damos vueltas y vueltas a un problema, pero no reaccionamos al respecto?, ¿cuántas veces vemos a alguien sumergido en una vorágine de la que no espabila?, ¿cuántas nos ahogamos en un vaso de agua?, ¿cuántas creemos que se nos acaba el mundo, la vida?, ¿cuántas nos autocompadecemos? Es tan humano como comprensible y necesario, pero calibremos bien su magnitud.
Hablaba el otro día sobre lo mucho que puede cambiar la vida cuando enfrentamos un trauma o un gran golpe. La antropología, la sociología y la filosofía se encargan de mostrarnos las diferentes reacciones del ser humano cuando este se ha visto sometido a circunstancias límite. Seguirá padeciendo sus dolores, pero aprenderá a asumir, a relativizar y a superar. Su circunstancia límite habrá sido su par de hostias particular –perdón, de nuevo-. Esas a las que me refería al inicio y que todos necesitaríamos al menos una vez en la vida. Y no es demagogia, es experiencia vital. Me viene a la cabeza la figura de mi abuelo, muestra entre muchas, de lo que se vivió en nuestro país en los años treinta y posteriores. Combatió en la guerra. Vio lo que nunca quiso contarnos a nadie. Jamás. Despertaba en plena noche sobresaltado por el más mínimo ruido que se le representaba en sonido similar a los de los bombardeos. Y su carácter,… pocas personas más dulces y cariñosas he conocido. Fácil de llevar, fácil de complacer, imposible de no querer hasta la médula. Hacía la vida fácil a cualquiera, relativizaba, quitaba hierro, pero sobre todo había aprendido la lección de que las cosas son como vienen, de que no siempre son tan trágicas, de que detrás de algo oscuro puede venir algo resplandeciente. Y especialmente había aprendido la lección de que la vida son dos días y se nos puede ir en un segundo. La presencia de la muerte, de lo trágico, del miedo enseña. Enseña a admitir que mientras haya vida, mientras haya oportunidades de seguir adelante, nada es tan malo. Y esencialmente te crea una sensación por la que en numerosas ocasiones te avergüenzas de llorar en exceso o de quejarte ante un mal semigrave -llamémoslo así-.
Dos generaciones después me encuentro conmigo misma. La vida puede ser tremendamente cruel. Y pido al cosmos, cruzo los dedos, porque no se cebe conmigo. Como muchos, menos que otros y más que algunos, ya me he llevado mis dosis. Mi par particular que me hizo replantearme cuánto he de quejarme de las cosas y cuánto he de apegarme a los que están conmigo. No he necesitado llegar a mi edad actual para verlo. Llevo ya más dos décadas con esa sensación, poco habitual a edades tempranas. La idea de perder a mi gente es mi talón de Aquiles. Algo que me derrumba y que es mi enemigo a batir. Soy muy consciente de que no hay mayor pérdida que la que origina la muerte, pero esta es imbatible, por lo que sí podemos tratar de no perder voluntariamente a quienes aún están. ¿Y si mañana esta persona ya no estuviera?, ¿y si un suceso fortuito, común, me privase de lo que da luz a mis días? Muy presente tengo esa pregunta, sí, y reconozco que me influye fuertemente a la hora de tomar mis decisiones. Yo ya pasé por eso y no hablo en vano, pues. Y de la misma manera tengo muy presente, aunque me dejo el espíritu en ello, que he de luchar con uñas y dientes por no caer, por seguir dando pasos hacia delante y construirme mi propia vida. Buscar los claros, crear los momentos y los espacios, y darme la oportunidad de salir de lo oscuro cuando esto amenaza.
Sé que suena muy negro el asunto de hoy, porque tiene a la muerte como referente, pero es que aprendí que esta te enseña de la peor manera que hay que marcarse el camino a recorrer, porque nadie lo hará por nosotros. Sé que percibo la diferencia cuando me encuentro con personas que han atravesado por dicha experiencia y cuando lo hago con quienes afortunadamente están aún exentos de ello. El vivirlo cambia todo, sí. A raíz de la caída ves que tan solo eres un caso más y que tras llorarlo hay que huir del dolor cueste lo que cueste. Ponerse una venda incluso, no oír, no volverse y correr hacia delante. Por lo que pueda pasar, que la que sí que pasa es la vida.




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