Mordedora
y guerrera. Toca. Y es que me he parado a pensar en unas palabras que todos nos
decimos a menudo cuando asistimos impotentes a algo que querríamos cambiar o
que nos enarbola. Y me van a permitir no medir el lenguaje, pero es recurso delicioso
para expresar en su justa medida a lo que me refiero: un par de hostias a
tiempo y se nos quitaba la tontería. ¿O no? ¿Cuántas veces le damos vueltas y
vueltas a un problema, pero no reaccionamos al respecto?, ¿cuántas veces vemos
a alguien sumergido en una vorágine de la que no espabila?, ¿cuántas nos
ahogamos en un vaso de agua?, ¿cuántas creemos que se nos acaba el mundo, la
vida?, ¿cuántas nos autocompadecemos? Es tan humano como comprensible y necesario,
pero calibremos bien su magnitud.
Hablaba
el otro día sobre lo mucho que puede cambiar la vida cuando enfrentamos un
trauma o un gran golpe. La antropología, la sociología y la filosofía se
encargan de mostrarnos las diferentes reacciones del ser humano cuando este se
ha visto sometido a circunstancias límite. Seguirá padeciendo sus dolores, pero
aprenderá a asumir, a relativizar y a superar. Su circunstancia límite habrá
sido su par de hostias particular –perdón, de nuevo-. Esas a las que me refería
al inicio y que todos necesitaríamos al menos una vez en la vida. Y no es
demagogia, es experiencia vital. Me viene a la cabeza la figura de mi abuelo,
muestra entre muchas, de lo que se vivió en nuestro país en los años treinta y
posteriores. Combatió en la guerra. Vio lo que nunca quiso contarnos a nadie. Jamás.
Despertaba en plena noche sobresaltado por el más mínimo ruido que se le
representaba en sonido similar a los de los bombardeos. Y su carácter,… pocas
personas más dulces y cariñosas he conocido. Fácil de llevar, fácil de complacer,
imposible de no querer hasta la médula. Hacía la vida fácil a cualquiera,
relativizaba, quitaba hierro, pero sobre todo había aprendido la lección de que
las cosas son como vienen, de que no siempre son tan trágicas, de que detrás de
algo oscuro puede venir algo resplandeciente. Y especialmente había aprendido
la lección de que la vida son dos días y se nos puede ir en un segundo. La
presencia de la muerte, de lo trágico, del miedo enseña. Enseña a admitir que
mientras haya vida, mientras haya oportunidades de seguir adelante, nada es tan
malo. Y esencialmente te crea una sensación por la que en numerosas ocasiones
te avergüenzas de llorar en exceso o de quejarte ante un mal semigrave -llamémoslo
así-.
Dos
generaciones después me encuentro conmigo misma. La vida puede ser
tremendamente cruel. Y pido al cosmos, cruzo los dedos, porque no se cebe
conmigo. Como muchos, menos que otros y más que algunos, ya me he llevado mis
dosis. Mi par particular que me hizo replantearme cuánto he de quejarme de las
cosas y cuánto he de apegarme a los que están conmigo. No he necesitado llegar
a mi edad actual para verlo. Llevo ya más dos décadas con esa sensación, poco
habitual a edades tempranas. La idea de perder a mi gente es mi talón de
Aquiles. Algo que me derrumba y que es mi enemigo a batir. Soy muy consciente
de que no hay mayor pérdida que la que origina la muerte, pero esta es imbatible,
por lo que sí podemos tratar de no perder voluntariamente a quienes aún están. ¿Y
si mañana esta persona ya no estuviera?, ¿y si un suceso fortuito, común, me privase
de lo que da luz a mis días? Muy presente tengo esa pregunta, sí, y reconozco
que me influye fuertemente a la hora de tomar mis decisiones. Yo ya pasé por eso
y no hablo en vano, pues. Y de la misma manera tengo muy presente, aunque me
dejo el espíritu en ello, que he de luchar con uñas y dientes por no caer, por
seguir dando pasos hacia delante y construirme mi propia vida. Buscar los
claros, crear los momentos y los espacios, y darme la oportunidad de salir de
lo oscuro cuando esto amenaza.
Sé
que suena muy negro el asunto de hoy, porque tiene a la muerte como referente,
pero es que aprendí que esta te enseña de la peor manera que hay que marcarse
el camino a recorrer, porque nadie lo hará por nosotros. Sé que percibo la
diferencia cuando me encuentro con personas que han atravesado por dicha
experiencia y cuando lo hago con quienes afortunadamente están aún exentos de
ello. El vivirlo cambia todo, sí. A raíz de la caída ves que tan solo eres un
caso más y que tras llorarlo hay que huir del dolor cueste lo que cueste. Ponerse
una venda incluso, no oír, no volverse y correr hacia delante. Por lo que pueda
pasar, que la que sí que pasa es la vida.
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