No
es esta una exacta continuación del artículo anterior (La pasta de nuestro ego), pero sí está
directamente relacionado con él. De nuevo rescato el concepto del EGO en este
artículo, he de continuar con ello obligatoriamente y sin escapatoria. Los
últimos acontecimientos que han ocupado mi cabeza y mi vida me han llevado a una serie de
conclusiones, no todas nuevas, pero sí más concretas y acotadas. Otras han
hecho clic en mí de la manera más natural. Recuerdo, para los que no me leyeron,
que el ego de cada uno no es algo necesariamente negativo. Es un componente
intrínseco en nosotros mismos y sin él estaríamos a merced de la destrucción
más cruel.
El
Ego… Me centro en una de sus realizaciones, la más cancerígena, la más
venenosa, porque destruye todo cuanto se encuentra a su paso, comenzando por el
propio portador. Como síntesis inicial diré que hay quien posee un ego absolutamente
negativo, devorador de la realidad, de la verdadera imagen de las cosas que nos
rodean, de los porqués de todo aquello que nos sucede y hasta de la verdad de
quiénes somos. Dichos rasgos negativos son de varios tipos, pueden ser
temporales o crónicos, y pueden darse individualmente o en todo su conjunto.
Dios nos coja confesados si se trata de este último caso. Trataré aquí de
verbalizar aquello que he observado alrededor y ofreceré mi opinión al respecto
de la manera más objetiva posible, ya que será esta producto no de
oídas, sino de lo vivido en mis propias carnes.
MAL NÚMERO 1: Nadie
desciende de la pata del Cid.
El
Cid fue una invención. Eso dicen, aunque a mí como alma literaria no me haga
mucha gracia la idea, puesto que querría creer... Lo cierto es que más allá de
la persona o del personaje, el Cid es un concepto. Para quien no lo sepa el Cid
Campeador, héroe medieval, es en sí la unión del concepto de superhombre y de los
de justicia merecida y del resarcimiento del daño. Y por eso digo que el Cid
fue una invención. La historiografía y la literatura, la religión igualmente,
nos han inoculado la idea de que quien hace el bien, tarde o temprano recibirá
el bien. La idea de que manteniéndose bien asido a los valores acabaremos por
recibir la recompensa. Y no es cierto. No existe la hora de los justos. De hecho es una de las mayores falacias
de la historia de la humanidad. Y no quisiera transmitir con ello que es más
conveniente pasarse al lado oscuro, en absoluto. Ya pasé por esa tentación, de
boquilla, y la deseché, además de no ser capaz de llevarlo a cabo. Pero
quitémonos de la cabeza la preconcepción de que amor con amor se paga y de que haciendo el bien se recibe el bien. Ojalá fuese así, pero la primera lección
que se aprende al hacerse mayor es que estamos expuestos a que nos hieran a
cada paso y de todas las formas posibles e inimaginables. Y aquí es donde entro a cuchillo con tres
cuestiones en cadena.
La
primera: no hay forma de escapar de ello. Nadie está libre de que le pasen
cosas que no estaban en sus planes, que jamás imaginó, para las que nunca
consideró una defensa o protección. Y no se puede hacer nada. Nada excepto
asumirlas, aceptarlas.
La
segunda: no aceptar aquello que nos sucede y nos destroza es tener un orgullo
del tamaño de un elefante. Pensar eso de “¿cómo ha podido pasarme esto a mí?”
todavía tiene un pase en una fase inicial, porque masticar lo que nos duele no es
en absolutofácil. Pero dejar que pase el tiempo y atrincherarnos en esa idea es creernos
que descendemos de la pata del Cid, como se dice. Seres por encima del bien y
del mal, que no consentimos ni por lo más remoto que nos suceda eso. Y sí, ya
sé que el que esté leyendo eso dirá: “no, a mí no me ocurre eso; es tan solo
que me hace polvo y no lo sé superar”. Muy bien, contesto yo, eso es cierto
también, pero tras ese estado de dolor, permíteme decirte que hay un ego
descomunal que es el que no deja que aceptes los acontecimientos. Tras esa desazón y esas
lágrimas hay un “por mis cojones que no; las cosas han de ser diferentes porque
yo las planeé diferentes y o eso o nada”. Conocemos los hechos, los vemos y
somos capaces de torturarnos y de desear que no sean así, y ello con tal de no aceptar y
aunque suponga restar felicidad a los demás. ¡No y no!
La
tercera: Nuestro ego puede convertirse, pues, en nuestro peor enemigo cuando tomamos
la actitud anterior, porque ahí estamos confundiendo orgullo con amor propio.
El amor propio es un bien necesario. Es dignidad, saber amarse, saber valorarse.
Es defender posiciones ante las agresiones, pero sin herir. El orgullo es justo
lo que he descrito anteriormente. Es pensar en uno mismo únicamente como fruto
de la rabia y del dolor por lo padecido. Es ir a por el bien individual porque “a
mí también me han jodido y necesito una medicina”. Y ahí, justo ahí cuando
asociamos ego con orgullo y no ego con amor propio es cuando nos alejamos del
exterior, del componente humano. ¿Consecuencia? Incapaces de empatizar,
incapaces de asumir, incapaces de pensar que eso que nos ha pasado no es una
puñalada por la espalda sino que la otra persona ha ido a por lo que
necesitaba. No siempre la traición es tal, a veces simplemente es que cada uno
ha de ir en busca de su propia felicidad. O sí, otras veces sí, pero es
imprescindible en cada caso identificarlo adecuadamente y llamar a cada cosa
por su nombre. Y una vez ahí, sabiendo a lo que nos enfrentamos, digerirlo.
MAL NÚMERO 2: El
ego agujereado, pero vestido de oro.
Si
bien el ego anterior se componía esencialmente de prepotencia, este es un ego
de gran tamaño a simple vista también, pero que una vez que lo tocas se
desvanece. Es tan solo una ilusión y para aquellos que se topan con él y no se
asoman a la persona, puede resultar el propio de un portador chulesco,
narcisista y encantado de haberse conocido. Justo lo opuesto.
Nos cruzamos con alguien. Alguien
virtuoso, no perfecto pues nadie lo somos, pero en el que destacan bellas
cualidades. Y detectamos lo mucho que le gusta un buen piropo a tiempo. Pero no
de una manera fea, ni agresiva, ni siendo un pagado de sí mismo, no. Pero sí
ves que necesita cierta dosis, que le agrada al tiempo que no se lo cree. Que
llega a dejarse llevar por esos cantos de sirena, pero que no le penetra del
todo. Que constantemente recuerda que no es oro todo lo que reluce. Y tanto lo
recuerda, pero para sí mismo, que viene a por más. Recuérdame quién soy aunque
en mi fondo sepa que es mentira.
Gran
ego, dirían algunos, envuelto
en oro y piedras preciosas. Ego hecho trizas, digo yo. Y cuando soy yo
la que
me encuentro con un caso así, subo una ceja y me pregunto por qué.
Porque estas
cosas sí son analizables. Porque estas cosas lo cambian todo, le dan
vuelta al
guión y te obligan a cambiar de herramientas si no quieres causar un
estropicio
mayúsculo. ¿Por qué alguien necesita que le digan cuánto de bueno hay en
él?,
¿por qué, incluso confiando en ti y sabiendo que lo que dices es
sincero, te lo
niega y no penetra en él?, ¿por qué se convence de que esa imagen que
tienes es
ficticia y un día te decepcionarás y te caerás del guindo? Muy fácil:
porque no
cree en sí. Casi con toda certeza esa persona ha padecido la ausencia de
valoración ajena. No está acostumbrado a que le digan que hace las cosas
bien,
que es válido e inteligente, que es guapo, que es ingenioso,… yo que
sé,… lo
que quiera que destaque en él. Y rizando más el rizo, no estaba
acostumbrado a
oírlo hasta que un día empezó a sentirse querido y valorado, pero eso no
duró
siempre porque quien se lo decía se fue y entonces empezó a pensar que
esa persona tenía una visión distorsionada y que una vez que ha
descubierto que no eres tan genial, se da el piro. Y en esos casos las
personas llegamos a decirnos: ¿cómo es posible que
si era tan fantástico haya dejado de serlo para ti? Pueden darse ambos
casos,
en ambos ego pleno de imperfecciones y agujeritos. Pero de pronto empieza
a oírlo. Y parece que se le sube un pelín a la cabeza, pero le dura poco,
porque él mismo dice que no a cada paso. Y va a por más, como un placebo a su
carencia y como una droga que le dé un rato de satisfacción. No es tonto, y
sabe que no sirve de nada, pero en momentos de despiste se deja cautivar por
esos cantos de sirena a los que me refería antes. Y te muestra lo más valioso
que tiene y se te ofrece, pero su ego está agujereado por dentro porque le han
hecho de menos durante demasiado tiempo.
Pues
bien, este segundo mal es muy, muy doloroso. Y ejerce su acción de manera lenta
y a veces crónica, si no se toman medidas. Suele traducirse en una búsqueda
constante de la felicidad, pero no habrá de llegar nunca por el mero hecho de
que se busca fuera y no dentro. Si no se tapan los agujeros del interior no hay
nada que hacer. De por vida.
MAL NÚMERO 3: El
ego que solo ve por una rendija.
El
ego que solo ve un centímetro del paisaje, aquel que no es capaz de tomar
perspectiva de conjunto y de ver la vida desde unos metros más atrás, está
condenado a sufrir eternamente. Este ego no es débil como el anterior, no es
prepotente porque sí. Es un ego obcecado porque quizás no ha aprendido a mirar
por otros ojos. Posiblemente cree que sí, seguramente lo intenta porque suele
pertenecerle a las personas con buen fondo, pero que no ven más allá de sus
narices por desconocimiento del modo de hacerlo. Si algo les hiere, solo ven
una agresión. Si algo se les descoloca, solo ven el nuevo caos, lo negativo y
una variación a peor. Si algo les desconcierta, solo tratan de volverlo a su
posición de origen ya que para ellos era la única posible. Me apostaría el
cuello a que estas personas no lo ven así, no se consideran inflexibles, y
seguramente algo de razón llevan. Suelen ser flexibles en algunos aspectos con
determinadas personas. Algo, aunque no tiremos cohetes tampoco. Pero en lo que
respecta a sus propias vidas, ¡ay! Se les sube la sangre a la cabeza.
Este
mal del ego tiene algo que ver con ese de creerse descendientes de la pata del
Cid. Tienen en común el no ser capaces admitir. Aquí lo que no se admiten son
los cambios sobre lo prediseñado. Las personas solemos ir en busca de algo, de
un tipo de vida, de unos sueños, de unos conceptos… Y solemos diseñar, algunos
más y algunos menos, cómo ha de ser nuestra vida. El que se cumplan esos
principios es una fuente de placer inmediata y de bastante efectividad. Pero a
veces todo cambia. Y ahí quien padece de este tercer mal de ego ve únicamente
la pieza desplazada. “Eso quiero, eso necesito, eso no está, eso se ha ido, eso
no encuentro”. Destrucción. Y es muy paradójico por dos razones. La primera es
que cabe una gran posibilidad – y así ocurre en multitud de casos- que lo
diseñado y deseado correspondiese a un boceto que quizás no era tan perfecto.
Pasaba por allí, estaba a mano, cuadraba con lo ideado y cumplía con las
expectativas del guión. Esa vida diseñada hacía feliz y por fin había llegado,
pero a veces las prisas y la necesidad de cogerlo antes de que se escape hacen
que nos convenzamos de que es la mejor opción. La otra paradójica razón es que
cuando se nos mueve una pieza de ese diseño, al ver solo por una rendija, no
vemos que la perspectiva general quizás nos está dando la oportunidad de ver
que no hay mal que por bien no venga. Por duro, amargo y difícil de tragar que
este sea. ¡Mira que la vida a veces te deja aprender y te da una nueva oportunidad!
Tres
males. A mí no me puede pasar eso y no lo digiero. Necesito que me recuerdes
mis virtudes porque yo no las veo. Y todo lo que cambie lo que ya conozco es
para peor. Hay quien padece uno de ellos en forma de enfermedad grave. Otros
padecen dos. Y hay quien tiene un poco de cada. La que escribe esto sabe de lo
que habla, os lo prometo, de verdad que sí, porque yo misma sufro a veces de
pinceladas de ellos. Eso sí, llego a detectarlo, si no de manera inmediata, un
poco más tarde. Y por otro lado lo tengo a mi alrededor también. Egos
doloridos, egos enfermos,… personas al fin y al cabo que han sido heridas y que
ahora tienen que curarse a sí mismas, pero desde el principio de la
generosidad. Empatizando. ¿La medicina? Sí, claro. La hay. Se basa en un
compuesto de lo siguiente: Mandar a todo el mundo a la mierda si es necesario; huir
de las relaciones superfluas; aislarse de todos aquellos que no sean
importantes y positivos en su vida; taparse los oídos a los cumplidos vanos y a
las críticas destructivas de quien no viene a cuento; no buscar culpables fuera
y huir del rencor; no alimentarse de sucedáneos ni de placebos; saber estar
solos; y no planear absolutamente nada
salvo una cosa: averiguar quiénes somos y qué es lo que nos hace auténticamente
felices. De otro modo, sin esa medicina, moriremos a manos de ese ego.
EPÍLOGO
¿Quiénes
somos? Somos un cómputo de todo. De nuestra genética, de lo que hemos visto en
nuestros padres, de cómo nos han tratado, educado, querido…, de lo que hemos
vivido y sentido de adultos, pero sobre todo, por encima de todo ello, el ritmo
lo marca cómo somos capaces de gestionarnos. ¡Es tan difícil! Y no debería,
porque esto solo es la vida. Por un ratito.
Por
mi parte, cuando valoro a otra persona que forma parte de mi vida sé que dentro
de él hay debilidades. Sé que puede ser un verdadero capullo. Sé que me va a
mentir en algún momento. Sé que va a ser egoísta y mezquino. Sé que le daría de
bofetadas muchas veces. Sé que me sacará de quicio y que me hará desencantarme
y hasta me generará rencor. Y sé de antemano que quien más me quiere y a quien
más quiero va a ser quien más va a herirme. E igualmente, cuando me acerco a
alguien soy consciente de que me haré odiosa, de que seré pesada, de que le
fallaré, de que alguna mentira saldrá de mi boca, de que seré egoísta y
egocéntrica, y de que le haré daño. Todo eso lo sé, porque como ya dije: todos
somos capaces de lo mejor y de lo peor. Pero cuando yo valoro a una persona, lo
que estimo es la proporción de sus rasgos. El tanto por ciento de cada uno y de
ahí saldrán mis palabras. Yo no me engaño, pero sé bien que somos maquinarias
imperfectas, en las que nuestro mayor enemigo somos nosotros mismos. Sabiendo
eso, formulo mi impresión. La vida después se encargará de hablar por sí misma
y colocar a cada uno en su lugar. Sin más. Equilibrio desconocido.
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