La inmadurez emocional se paga cara, muy cara. Pero, ¡ojo!, que me refiero a la del resto. Se encuentra en todas partes vestida de capricho, de quejas, victimismo, volubilidad y sed insaciable. Ataviada de un "yo" escrito con mayúsculas. Las taras ajenas hincan sus dientes en la piel de uno, porque habrá quienes no se sangren a sí mismos, sino que claven sus aristas en cuerpo ajeno. Su organismo a salvo. Su alimento en otro.
Está a la vuelta de cada esquina, así que tengan cuidado máximo, pues. Pónganse a salvo de sus despropósitos. Crucen de acera si los ven venir. Y no miren atrás. Ni a los lados. Solo al frente sin posar la vista en objeto alguno. Y al menor indicio, -porque los tendrán desde el principio-, no sean tan altruistas con la idea de ser justos y tender la mano, porque ellos no perdonan, y cual niño goloso se asirán fuertemente a su amparo aun cuando el hundimiento amenace. Se ponen por encima del mundo, se observan a sí mismos y siguen caminando sin mirar bajo sus pies. Y si miran, no se apuren, se les olvida pronto. El capricho es lo que tiene cuando sustituye el verdadero razonamiento de las cosas. No hay mirada bajo su suela, no. Y al volver la cabeza, nada a un lado. Nada al otro. Pero vidas útiles al servicio de su propio conflicto. Sin nombres tal vez ya. Sin caras. Pero todo por la causa inevitable de su inocente debilidad expuesta al daño externo, al no poder hacer más, al estar atados de pies y manos. Y así, creerán que una caricia es una bofetada. Y que su bofetada es tan solo un soplo de aire honesto. Lo creerán, así es. A pies juntillas. Y en la certeza de haber hecho siempre lo correcto, de ser siempre una víctima de la vida, jamás un verdugo. ¿La causa? Tan solo ven su propio reflejo frente a ellos. No hay más. Enorme ego en estado puro. Y caos enmarañando su objeto de obsesión: su propio ser protagonizando una historia improvisada con apariencia de guión pensado y en la que todo es atrezzo y todos secundarios sin más papel que alimentar al hambriento. A su disposición con la única labor de darles la réplica, pero sobre todo para escuchar su intervención solemne, única en importancia, en razón, en gravedad. Y al tiempo su existencia al servicio de que entiendan lo que ellos mismos no son capaces de entender. Ni valientes.
Escuchen bien. Si ven venir una apariencia que le infunde sospechas, salgan huyendo. Se beberán su sangre y cuando ya estén ustedes pálidos, cuando su rostro no porte su rosado color, cuando su cuerpo camine ya sin fuerzas para apenas sostenerse en pie, cuando se hayan servido de su alimento y de sus nutrientes, cuando hayan succionado a litros su mente, su bondad, su buen hacer, su comprensión, su cuerpo, cuando hayan robado su energía, en ese mismo instante les mirarán agradecidos. Les darán las gracias con ternura y se creerán merecedores de recibir sus deleites eternamente y con total gratuidad. Líbrense de ellos, háganme caso. Háganlo.
Pero si mi advertencia llegase tarde, si tuvieran la mala fortuna de cruzarse con uno demasiado cerca, han de saber algo. Serán derribados, sí. No voy a negárselo. Pero voy a contarles un secreto que mejora el panorama: identificado el ser, vistas sus carencias de un solo golpe seco y de forma repentina, se volverá este pequeño a sus ojos. Se desdibujará y se les hará poco menos que insignificante. Borrable. ¿Por qué? Porque acabarán de percibir dos elementos entrando en discordante reacción: la inmadurez emocional y el egocentrismo. Y ahí, una vez percibidos, una vez desmontado el tenderete, vista la toxidad,... ahí ya saben lo que viene después...
Fin. Al fin. Por fin.
Libre y liberada.
Sana y justa conmigo misma.
Revalorizada.
Devuelta mi memoria que se perdió demasiado tiempo.
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