Que me expliquen cómo,
aunque ya conozca el modo.
Mi
eterna pesadilla otra vez conmigo. Acabo de preguntarme mientras escribo esto
si es posible acostumbrarse a los temores de vida o aprender a convivir con
ellos cuando se asimila que hay ciertas cosas que suceden, que tendremos que
afrontar y que no podremos escaquearnos de ninguna forma. No lo sé. No sé si tiene
tintes de estar de vuelta de todo. Tampoco sé si es resignarse o conformarse.
Hacerse mayor o madurar. O si es el desencanto que se instala con nosotros en
amable convivencia con las ilusiones que aún conservamos. Pero aunque
sentimentalmente me desagarre y no quiera, mi pesadilla es asumida con cierta
coherencia mental. ¿Cuál es? Perder a las personas que son básicas,
fundamentales, esenciales para mí. Ya lo sabéis, no es nada nuevo. Me conocéis
y me habéis leído millones de veces eso de que uno de los actos más estúpidos
de los seres humanos es sacar de su vida a aquellos a quienes quieren. Y qué
jodido todo que al tiempo sé que eso sucede, que a veces es necesario, otras
inevitable… Tuve que admitirlo sin que eso signifique que no vaya a intentar
evitarlo por todos los medios. Pero las relaciones personales son cosa de
varios seres. Dos como mínimo. Y de su permanencia y conservación son responsables
todas las partes. Mantenerse juntos será viable si las razones y causas de
dichas partes son compatibles y equilibradas. Porque si no es así, poco se puede
hacer.
Que me expliquen cómo, aunque ya
conozca el modo.
La vida es un sacrificio constante
salpicada de momentos dulces y
placeres disfrutables.
Sacrificamos momentos, valores,
vivencias y calidades. Sacrificamos personas. Nos sacrificamos a nosotros
mismos.
Que me expliquen cómo, aunque ya
conozca el modo.
No te confundas si ves que de una
parte de ti prescindo.
No te equivoques si ves que cierro.
No valoro por ello menos la persona.
O al menos aquello en lo que no
fallaste.
Tampoco fue mentira si afirmé que es
el ser en sí mismo
lo que a mí me cautiva,
más allá de contextos que unan o
desunan.
No yerres el juicio, no.
Es tan solo que mi necesidad se vio
bombardeada por la propia vida.
Tan solo que hube de recordarme lo
que quedó olvidado.
Que sé que es alta mi cima.
Que con certeza esto nuestro solo
tiene un sentido
y que el resto de las versiones ya no
tienen cabida.
Sacrifico al amigo ante la muerte
del amante.
Sacrifico momentos venideros ante la
niebla que cubrió los vividos.
Sacrifico las risas ante la ausencia
del abrazo sentido.
Sacrifico las charlas por la falta
de besos que ofrecerse.
Sacrifico al amigo, sí, lo lamento.
Y no miento tampoco cuando digo
que me falta el aire cada día que
pasa y he de fortalecer ese gesto.
Sacrifico al amigo, si ya no está el
amante.
Y con el sacrificio, por encima de
todo, me sacrifico yo.
Porque tú y yo nacimos de otro modo,
al modo de un nosotros.
Porque se fomentó, se construyó y se
alimentó
al calor de una llama encendida por
ambos.
Porque si esta se extingue, se
extingue ese nosotros.
Me extingo yo, no dudes.
Te extingues tú.
Y se pierde el sentido de ese todo.
Sacrifico al amigo, su presencia en
mis días
y mato en mi una parte que pierdo
para siempre.
Insustituible, sé, pero así es.
No sirve el trato. No complace.
Y así habrá de encajarse.
Yo no me entrego en partes,
pero menos aún me conformo con piezas.
Lo que pierde su esencia hay que
dejarlo ir.
Lo que merma la mía es que no es
para mí.
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