Resulta extraño ver como quien se te va cruzando en el
camino atraviesa por experiencias que tú ya viviste anteriormente y que por su
gravedad o importancia supusieron un cambio sustancial en tu vida. Como no
tengo hijos, he de suponer que es justamente lo que sienten los padres cuando
ven que sus vástagos van haciéndose mayores, experimentando y eligiendo. Estoy
segura de que son miles las ocasiones en las que tienen que morderse la lengua
para no decirles qué es lo que deberían hacer ante una encrucijada o para no
afirmar bien alto que ellos ya sabían de antemano cómo terminaría un asunto en
concreto. Es lo que ellos interiorizan, con todo esfuerzo, como: dejar volar.
Tal sensación ocurre igualmente con tu entorno más
próximo, coetáneos que comparten contigo el día a día y con los que en absoluto
se establece una relación paternalista. Sin embargo, en determinados momentos
te gustaría darles un golpecito en el hombro y guiarlos por el que sospechas
que es su camino correcto. Quizá sea una sensación personal y estrictamente
íntima la que me hace afirmar tales cuestiones. No tengo idea de si ese mismo
impulso es común y habitual, pero por lo que a mí respecta puedo decir que
estoy absolutamente sensibilizada con las experiencias que inquietan sobre
manera al resto. Llámenlo empatía, tal vez, aunque más bien creo que es la
consecuencia de los tiempos duros del pasado. Sospecho además que es la
sensación de tratar de que un momento doloroso sirva finalmente para algo
bueno, no solo para mí, sino para los demás.
Estoy convencida de que estas letras leídas de forma
contextualizada podrían recordar a las páginas de los libros de autoayuda, pero
nada más lejos. No tengo tentaciones de ir regando mis vivencias por el mundo,
pero tampoco me invade ningún pudor en ponerlas sobre la mesa si la ocasión y
la persona lo merecen. Indiscutiblemente cada cual tomará su camino: quedarse o
avanzar; pero yo no podré evitar pensar un “sé lo que sucederá elijas lo que
elijas”. Ley de vida.
Lo que podría lamentar de todo esto es no tener la
oportunidad de compartir ciertos conocimientos con mis círculos cercanos o no
tanto, de no interactuar constructivamente en sociedad, ejercicio que sin duda
alguna podría resultar considerablemente útil. Soy consciente de que
naturalmente tal acto sería factible únicamente si la persona que se sienta
frente a ti tiene paciencia, ganas de un par de cafés distendidos, y sobre todo
disposición y confianza para abrirse al mundo sin cortapisas. Y del mismo modo
sé que escasean los cuerpos que no corren a esconderse a un cómodo rincón
cubierto de un velo de silencio cuando se ven mínimamente descolocados. A ellos
les diría que hablar de las cosas abiertamente es sencillo y muy barato, además
de ser una infalible fórmula de ahorro de tiempo, quebraderos de cabeza y
energías. Por no hablar de que una vez que lo pruebas, ya no puedes prescindir
de ello.
0 comentarios