Le dijeron una vez que vivía con la intensidad de los
tiempos pasados, sintiendo cada emoción como si no hubiese nada de mayor
importancia que ocupase sus días. Al oírlo frunció el ceño. Lo tomó como una
crítica injusta, un golpe a su lado más sensible, tildada incluso de conservar
aún excesivos rasgos de una adolescencia ya olvidada en el tiempo. Al rato, un
resorte le hizo pensar que quien pronunciaba tales palabras no tenía ni la más
pequeña idea de lo que era sentir profundamente; por nada ni por nadie. Se
convenció de ello en su camino a casa, sin dejar de dar vueltas a la imagen de
que tal vez era ella quien celosamente guardaba en su mano la misteriosa llave
de los corazones ajenos. ¿Por qué no?
Automáticamente comenzó a tejerse una manta con las madejas
de sus pensamientos. En ella había dos colores bien diferenciados. De un lado,
diversas tonalidades de un opaco gris azulado. Del otro, hebras de un intenso y
ardiente rojo. Instintivamente le venían asociadas a la mente las figuras de
caras impertérritas y gestos mecánicos, que cubriéndose con un lívido velo se
protegen de implicaciones emocionales que los días pudieran traer consigo,
viviendo a medias, riendo a medias, llorando a medias… En la cara opuesta, los
rostros de quienes se mordían los labios con tal fuerza, que la sangre
derramada se mezclaba con la respiración de sus amantes. Sabía que ambas clases
de personas no podrían mezclarse, pues si lo hicieran provocarían tal explosión
que a su paso dejaría tan solo un yermo paisaje de color parduzco.
Detuvo su labor, soltó sus agujas y recostada en su
sillón se quedó inmóvil. Miró al reloj que colgaba encima de su chimenea y se
dio cuenta de que el tiempo se había detenido. En ese momento lo supo. Con un
gesto brusco agarró el pedazo de manta que inconscientemente había ido tejiendo
y creo que tardó menos de un minuto en deshacer aquello que no le recordase a
la vívida imagen de un desierto humeante. Ni más ni menos. Seguiría abrigándose
con los colores de quienes se dejan un pedazo de vida en cada paso. Desoiría
las palabras sordas de los que recomiendan ponerse a salvo, intentando no
olvidar que el verdadero peligro se encuentra en unirse a aquellos que
sacrifican la autenticidad por un retazo de paño grisáceo.
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