LECCIÓN DE MADUREZ: Identificar el AMOR del bueno.

By María García Baranda - diciembre 28, 2017




       Cuando era pequeñita solía pensar aquello de que todo el mundo que tenía cierta importancia en la vida de otro ser se convertía automáticamente en alguien conservable, perenne hasta la muerte. Utópicamente calculaba los vínculos como cuasi eternos y por alguna extraña razón otorgaba ese privilegio a cuantos pasaban por mi vida y desempeñaban un papel de considerable relevancia. Pero fui creciendo. Por fuera y por dentro. Y ya sabemos lo que eso trae consigo y lo que provoca en el epicentro de la inocencia. Con dicha madurez la utopía se fue desvaneciendo como lo hacen las fotografías deshechas en agua. Y con ella mi ingenuidad. Sin embargo, si bien al principio me sentí desnuda y desubicada, poco a poco fui logrando que el espacio donde se originó el vacío se llenara de una materia que entonces no identificaba, pero que habría de servirme de salvoconducto en un futuro y para el resto de mis días. Sobre las ramas de aquel sueño inocente recién podado brotaron hojas verdes y jugosas, portadoras de una sustancia de sabiduría y de pragmatismo a partes iguales. Cada uno de los dos componentes se mezclaban entre sí con una destreza tal que coordinaban su intervención meticulosa y escrupulosamente según las necesidades del momento. La sabiduría entraba en acción a la hora de discernir entre las caras que me iba topando y me enseñó unas cuantas lecciones,  principalmente a distinguir a aquellos que habría de mantener a mi lado por siempre, de aquellos que habría de expulsar del paraíso sin temblarme la mano. A dar portazos en la cara a quienes no resultasen merecedores de comprensión, diálogo, ni empatía. A identificar a los farsantes, y a alejarme de quienes habrían de utilizarme y de absorber mi energía en su propio beneficio. Y a ver a quienes se sirven de los demás como actores secundarios de su propio vodevil, aunque ellos mismos sean actores de cuarta fila. Por su parte, el pragmatismo me procuró la fortaleza y sangre fría suficientes como para no lamentar ni lo más mínimo las pérdidas en cuestión, ya que no sería finalmente más que la extirpación de un cáncer y la liberación de lastres pesados, viejos e inútiles. Agotadores y cutres además. Por una vez la pérdida de la inocencia había traído consigo un tesoro mayor, puesto que junto a toda la quema anterior, se había despertado en mí el don de saber ver a quienes, como dije, rezuman vida y no muerte. 

           Yo viví esa transformación. Y lo hice a fuerza de caer en manos de experiencias vanas y nocivas, y de gentes mezquinas y egoístas que enfermaban lo mejor que habita en mí. A base, pues, de desgastarme con momentos y personas que jamás estuvieron a la altura de las circunstancias. Desde luego no de las mías. Menos aún de mí. No eran tontos, ¡no! Pero a nadie le amarga un dulce cuando este es gratis y jamás antes se soñó con paladearlo. Pues eso pasa. A mí, como a otros, me sucedió. Me topé con comportamientos patéticos, con tristes y grises existencias, de esas que se prediseñan y parchean con autoengaños, a sabiendas de que son rémoras del resto. Porque lo saben. Así que, toda vez que aprendí a mirar y darme cuenta de que ya no eran merecedoras de ni del más mínimo de mis respetos, fui capaz de dar el zarpazo correspondiente a esas personitas. ¡Zas, eliminables! Y… ¡no me pasó nada! ¡Nada de nada! Al contrario. A eso también se aprende, ¡sí señor! Y es un auténtico gustazo cuando se logra. Cierto es que hubo un tiempo, joven y confiado, en el que creí una aberración pasar por el trago de decir media docena de adioses. Pero hoy por hoy no siento pena alguna, nostalgia o ningún otro tipo de lamento por las personas que he eliminado -"eliminado", sí, ese es el verbo- de mi vida. Son varios los nombres que me vienen a la cabeza, y en todos y cada uno de los casos, ¡me siento rejuvenecer! Muy al contrario de lo que creía, he visto que, habiendo conseguido preservar mi esencia en el camino, es todo un acto de inteligencia. Lección de madurez. Pero lo más importante es que se trata de un verdadero alimento para mi corazón y mi ternura, porque ahora se encuentran íntegramente destinados a quienes amo profundamente. Esos que aprendí a reconocer en todo este ejercicio vital. Ahora soy toda entera para ellos. Feliz, limpia y absolutamente entera para ellos. Para ti. Con toda mi energía y todo mi Amor. Pero del bueno.


Todos los días y a todas horas, Amor.
Por ti. Para ti. Contigo.

  



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