Dime
quién soy. ¿Quién? No creo que nunca hallemos la rotunda respuesta a esta
pregunta. Los continuos cambios a los que estamos sometidos en cada faceta de
nuestra vida así lo impiden, flexibilizando y modificando nuestro interior sin
remisión. Y ¡menos mal!
Hace
un par de días me descubrí a mí misma hablando abiertamente de experiencias y
deseos pasados, presentes y futuros. Hasta aquí nada fuera de lo habitual. Tiré
del hilo y cuando quise darme cuenta, había puesto encima de la mesa un
autoanálisis extraído de mi cabeza y de mi boca de la forma más natural, y con
ello tenía frente a mí el retrato de la mujer que fui, de la que soy y de la
que pretendo ser. Y tras esa charla me quedé en absoluto silencio. Quienes me
acompañaban pensaron que me había entristecido, que tal conversación me había
abierto las heridas. Pero nada más lejos, de verdad que no. Simplemente
reflexionaba sobre todo ello. Efectivamente ese momento me hizo pensar, por más
que no me revelase nada que yo no tenga ya perfectamente asentado en mi mente.
No
creo que mi caso no esté repetido en la mayor parte de los seres que por ahí
circulan, pero es mi vida, la mía, y sobre el papel la conservo.
LA MUJER QUE FUI (o cómo los bocetos no siempre se convierten en cuadros)
Sonrío. Echo la vista atrás y recuerdo la transición de la niña a la mujer adulta. Me planteaba entonces como norte el ser una mujer competente y bien formada. Eso siempre. Perseguía desarrollarme y crecer intelectualmente, y al tiempo entregarme fuertemente a los míos. Esos eran mis principios. Y así lo hice. Tenía como objetivo personal compartir mi vida en pareja, casarme tal vez y tener a mis hijos, al tiempo que hacerme un hueco profesional que me llenase por dentro. Podríamos decir que la vida que iba dibujando era convencionalmente sencilla, tradicional, y pasito a pasito fui poniendo ingredientes en la sartén. Desde muy joven asumí el rol de protectora, una especie de mamá gallina que cuidaba de los suyos, los arrullaba por las noches y alimentaba por el día. Seguramente un papel excesivo en aquel momento, pero lo hice gustosa. Acostumbré a todo el mundo a mi constante presencia. Y seguí el camino, proyectando y sembrando. Pensaba que una vez que fuese cumpliendo con todos los parámetros establecidos, una vez que dispusiese todo lo necesario a favor, comenzaría a vivir mi vida. Mi vida,… como si lo que estaba haciendo hasta entonces fuese un ensayo general. Al final del túnel me vislumbraba claramente dedicándome a aquello que más me gusta, viviendo con mi pareja hasta hacerme viejita y siendo madre. Sí, madre. Siempre quise serlo por varias razones. La más básica era que nunca había pensado que no fuese así. La más auténtica era el profundo y sincero sentimiento de la maternidad. La tercera era que sabía que podría hacerlo bien, con absoluta entrega y desprendida dedicación. Y pasaron los años, unos cuantos, y esa vida proyectada hubo de desdibujarse. Se desmoronó y llegó a su fin. Fuera amor, fuera hijos, fuera… ¡todo! Tocaba empezar de cero.
LA MUJER QUE TUVE QUE SER (o cómo la transición prepara el terreno)
Empezar de cero. Así dicho suena sencillo, pero es la tarea más desgarradora que he tenido que enfrentar en toda mi vida. Comienza justo en el instante en el que miras a tu alrededor y no reconoces absolutamente nada de lo que allí hay, incluida tu propia imagen en el espejo. Estás en shock. No sabes a dónde perteneces, ni a quién; ni siquiera si le perteneces a alguien. No sabes lo que va a ocurrir a partir de ese momento. No sabes si podrás conservar algo de lo que ya tenías, ni si todo aquello que soñaste podrás alcanzarlo algún día. Empezar de cero, sí. Y aprender sola, porque el resto del mundo sigue rodando. Comienza ahí el diseño de una vida absolutamente nueva, en la que para no desollarte por dentro tienes que crear una versión de ti misma lo más alejada posible de lo que eras. Y eso no siempre es fácil, parece imposible a veces, pero cada pequeño gesto cuenta. No sabes por dónde empezar. Eres consciente, sin embargo, de que esa imagen es tan solo de transición, mientras dure el tiempo del profundo dolor y tan solo perdurable hasta que empieces a recuperar el sentido, pero has de hacerlo. Y comienzas por tu imagen mental para seguir después con acciones que podrían resultar un tanto radicales.
Te planteas que quizá la vida familiar que planeabas nunca llegue a ti. Te planteas que tal vez nunca llegues a amar ni te vuelvan a amar de nuevo. Te planteas que esos hijos que tanto deseabas, y que dabas por hecho que vendrían, quizás no lleguen nunca. Te planteas que puede que tu camino haya de ser transitado de manera individual. Y pones distancia. Cumples con lo justo y ya. Y levantas un muro de hormigón, pronunciando: que cada palo aguante su vela. Y duele hacerlo y flaqueas al volverle la cara a lo que fuiste, pero te lo repites una y otra vez. Y te aíslas en cierta manera. Te aíslas de todo lo que te recuerde a lo que fuiste. Te aíslas de todo lo que soñaste hacer. Te aíslas del amor y de esos hijos que no llegaron. Te autoconvences de que aquello no era tu única opción y de que desde ese momento eres una mujer absolutamente independiente que ha de encontrar otros asideros a los que sujetarse mientras dure la marejada. Y escuchas incluso lo atractivo que hay en esa imagen que proyectas: divertida, vivida, activa… Y tú sonríes al oírlo, porque sabes lo que hay de fondo y sigues. Sigues. Te dices que no pasa nada por ello e intentas no mirar atrás, al menos hasta que la mar vuelva a estar en calma. Intentos fallidos, bandazos. Y pasan un mes, dos meses, tres meses,… un año,… más… Has roto con un montón de cosas, de hábitos, de espacios y con una parte de ti que creíste tu centro: tu comportamiento con lo que fue tu entorno. Y un día te levantas y te das cuenta de que la tormenta ha cesado. Y haces balance y te preguntas: ¿quién soy a día de hoy? Y te contestas.
Hasta el momento te has levantado en armas, y peleado contra ti misma y contra todos aquellos que no te comprendían por no reconocer en ti a la que fue. Te has sentido sola hasta caer rendida por el llanto y la desesperanza. Has oído preguntarte qué te está pasando, vas a lo tuyo,… y te mata, pero sigues peleando, porque sabes que esta vez se trata de ti y no te queda otra que rozar un ligero punto de egoísmo. Y ahora defiendes con uñas y dientes que tu versión actual es la que es, porque no te quedó más opción que romper de un golpe seco con aquello que más te hería. Ni siquiera sabías cómo ibas a hacerlo o si era posible, pero tras mucho deambular, tras idas y venidas eternas un día te pusiste manos a la obra. Primera acción, primer paso, primer escalón. ¿Para qué me sirve? Pero lo subes, por si acaso. Una escalera sin perder el ritmo. Y de tal trabajo sacas lo positivo. No solamente te has desprendido de ciertas partes de ti, no todo han sido pérdidas, sino que muy al contrario te has convertido en una persona flexible y comprensiva. Has aprendido a relativizar ciertas cuestiones de la vida y de las relaciones humanas, para potenciar otras que has detectado como las realmente importantes. Has perdonado errores y has sentido ternura por las caídas ajenas. Y en el paso, has eliminado algún que otro tabú. Te siguen quemando por dentro ciertas vivencias, pero hay mucha más calma en ti. Ya no duele tanto acercarse a todo aquello que te recuerda quién fuiste. Ya has llegado incluso a querer rescatar algo de todo aquello, lo deseos más auténticos que aún perduran en ti y que solo tuviste dormidos durante algún tiempo. Ahora sí te has convertido verdaderamente en la que eres. Con cicatrices, pero tú.
LA MUJER QUE FUI (o cómo los bocetos no siempre se convierten en cuadros)
Sonrío. Echo la vista atrás y recuerdo la transición de la niña a la mujer adulta. Me planteaba entonces como norte el ser una mujer competente y bien formada. Eso siempre. Perseguía desarrollarme y crecer intelectualmente, y al tiempo entregarme fuertemente a los míos. Esos eran mis principios. Y así lo hice. Tenía como objetivo personal compartir mi vida en pareja, casarme tal vez y tener a mis hijos, al tiempo que hacerme un hueco profesional que me llenase por dentro. Podríamos decir que la vida que iba dibujando era convencionalmente sencilla, tradicional, y pasito a pasito fui poniendo ingredientes en la sartén. Desde muy joven asumí el rol de protectora, una especie de mamá gallina que cuidaba de los suyos, los arrullaba por las noches y alimentaba por el día. Seguramente un papel excesivo en aquel momento, pero lo hice gustosa. Acostumbré a todo el mundo a mi constante presencia. Y seguí el camino, proyectando y sembrando. Pensaba que una vez que fuese cumpliendo con todos los parámetros establecidos, una vez que dispusiese todo lo necesario a favor, comenzaría a vivir mi vida. Mi vida,… como si lo que estaba haciendo hasta entonces fuese un ensayo general. Al final del túnel me vislumbraba claramente dedicándome a aquello que más me gusta, viviendo con mi pareja hasta hacerme viejita y siendo madre. Sí, madre. Siempre quise serlo por varias razones. La más básica era que nunca había pensado que no fuese así. La más auténtica era el profundo y sincero sentimiento de la maternidad. La tercera era que sabía que podría hacerlo bien, con absoluta entrega y desprendida dedicación. Y pasaron los años, unos cuantos, y esa vida proyectada hubo de desdibujarse. Se desmoronó y llegó a su fin. Fuera amor, fuera hijos, fuera… ¡todo! Tocaba empezar de cero.
LA MUJER QUE TUVE QUE SER (o cómo la transición prepara el terreno)
Empezar de cero. Así dicho suena sencillo, pero es la tarea más desgarradora que he tenido que enfrentar en toda mi vida. Comienza justo en el instante en el que miras a tu alrededor y no reconoces absolutamente nada de lo que allí hay, incluida tu propia imagen en el espejo. Estás en shock. No sabes a dónde perteneces, ni a quién; ni siquiera si le perteneces a alguien. No sabes lo que va a ocurrir a partir de ese momento. No sabes si podrás conservar algo de lo que ya tenías, ni si todo aquello que soñaste podrás alcanzarlo algún día. Empezar de cero, sí. Y aprender sola, porque el resto del mundo sigue rodando. Comienza ahí el diseño de una vida absolutamente nueva, en la que para no desollarte por dentro tienes que crear una versión de ti misma lo más alejada posible de lo que eras. Y eso no siempre es fácil, parece imposible a veces, pero cada pequeño gesto cuenta. No sabes por dónde empezar. Eres consciente, sin embargo, de que esa imagen es tan solo de transición, mientras dure el tiempo del profundo dolor y tan solo perdurable hasta que empieces a recuperar el sentido, pero has de hacerlo. Y comienzas por tu imagen mental para seguir después con acciones que podrían resultar un tanto radicales.
Te planteas que quizá la vida familiar que planeabas nunca llegue a ti. Te planteas que tal vez nunca llegues a amar ni te vuelvan a amar de nuevo. Te planteas que esos hijos que tanto deseabas, y que dabas por hecho que vendrían, quizás no lleguen nunca. Te planteas que puede que tu camino haya de ser transitado de manera individual. Y pones distancia. Cumples con lo justo y ya. Y levantas un muro de hormigón, pronunciando: que cada palo aguante su vela. Y duele hacerlo y flaqueas al volverle la cara a lo que fuiste, pero te lo repites una y otra vez. Y te aíslas en cierta manera. Te aíslas de todo lo que te recuerde a lo que fuiste. Te aíslas de todo lo que soñaste hacer. Te aíslas del amor y de esos hijos que no llegaron. Te autoconvences de que aquello no era tu única opción y de que desde ese momento eres una mujer absolutamente independiente que ha de encontrar otros asideros a los que sujetarse mientras dure la marejada. Y escuchas incluso lo atractivo que hay en esa imagen que proyectas: divertida, vivida, activa… Y tú sonríes al oírlo, porque sabes lo que hay de fondo y sigues. Sigues. Te dices que no pasa nada por ello e intentas no mirar atrás, al menos hasta que la mar vuelva a estar en calma. Intentos fallidos, bandazos. Y pasan un mes, dos meses, tres meses,… un año,… más… Has roto con un montón de cosas, de hábitos, de espacios y con una parte de ti que creíste tu centro: tu comportamiento con lo que fue tu entorno. Y un día te levantas y te das cuenta de que la tormenta ha cesado. Y haces balance y te preguntas: ¿quién soy a día de hoy? Y te contestas.
Hasta el momento te has levantado en armas, y peleado contra ti misma y contra todos aquellos que no te comprendían por no reconocer en ti a la que fue. Te has sentido sola hasta caer rendida por el llanto y la desesperanza. Has oído preguntarte qué te está pasando, vas a lo tuyo,… y te mata, pero sigues peleando, porque sabes que esta vez se trata de ti y no te queda otra que rozar un ligero punto de egoísmo. Y ahora defiendes con uñas y dientes que tu versión actual es la que es, porque no te quedó más opción que romper de un golpe seco con aquello que más te hería. Ni siquiera sabías cómo ibas a hacerlo o si era posible, pero tras mucho deambular, tras idas y venidas eternas un día te pusiste manos a la obra. Primera acción, primer paso, primer escalón. ¿Para qué me sirve? Pero lo subes, por si acaso. Una escalera sin perder el ritmo. Y de tal trabajo sacas lo positivo. No solamente te has desprendido de ciertas partes de ti, no todo han sido pérdidas, sino que muy al contrario te has convertido en una persona flexible y comprensiva. Has aprendido a relativizar ciertas cuestiones de la vida y de las relaciones humanas, para potenciar otras que has detectado como las realmente importantes. Has perdonado errores y has sentido ternura por las caídas ajenas. Y en el paso, has eliminado algún que otro tabú. Te siguen quemando por dentro ciertas vivencias, pero hay mucha más calma en ti. Ya no duele tanto acercarse a todo aquello que te recuerda quién fuiste. Ya has llegado incluso a querer rescatar algo de todo aquello, lo deseos más auténticos que aún perduran en ti y que solo tuviste dormidos durante algún tiempo. Ahora sí te has convertido verdaderamente en la que eres. Con cicatrices, pero tú.
LA MUJER QUE SOY Y LA QUE PRETENDO SER (o la desconocida conocida)
La cosa está clara. Es sin duda alguna una mezcla de ambas. Es mi versión más completa y que cuenta con elementos de las dos anteriores. Y no es difícil adivinar la causa de porqué se han mantenido esos y no otros. Lo conservado, aquello que no maté, es aquello que se corresponde con lo más íntimo y personal de mí. No aquellos rasgos perecederos y producto de las circunstancias, sino aquellos que emanan directamente de mis deseos más profundos. Es la María que era niña, adolescente, joven, mujer…
De la primera extraigo ese sentimiento natural y puro, ese deseo de vida familiar y tranquila que cuida sin descanso de las personas a las que ama, y que consigue ser feliz con los gestos más sencillos. Cuidar y que te cuiden, pero dejando volar y no cargándote a los hombros de nadie. O intentándolo al menos.
De la segunda queda la parte del crecimiento mental y emocional que la llevó a comprender profundamente al ser humano con sus grandezas y sus miserias, y a entender que la vida no es nunca como se diseñó, sino como se diseña cada día. Sigue creciendo, siendo activa, siendo independiente, sí, pero cuenta y pretende contar con los suyos para compartirse.
La mujer que pretendo ser, la que ya ha empezado a caminar, llegó tras un largo camino recorrido. Supervivencia, aprendizaje, evolución… Yo lo llamo ¡vida!
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