Voy
a empezar con un tópico: solo sé que no sé nada. Así apuntó Platón las
palabras de Sócrates. ¿Cuántas veces habremos hecho alusión a estas palabras?,
¿cuántas? ¿Cien?, ¿doscientas? Y,… ¿cuántas de ellas hemos captado el verdadero
sentido filosófico que se encierra en ellas? No sé por qué me da que muy
poquitas. Y hay algo realmente grande tras esa máxima. Uno de los más útiles
aprendizajes de vida: la mutabilidad del ser humano en mente y emociones.
Podremos
ser todo lo leales del mundo, fieles a nuestros principios, apegados a los nuestros,…
Podremos pertenecer a ese grupo de personas que se enfrenta a ese otro rival
que abandona el barco cuando aún tiene cerradas las espitas de achique. Y aún
así habremos de tener presente que no hay
certeza de las cosas. No hay certeza de que lo que nos rodea dure. No la hay de
mantenernos en el mismo espacio ni bajo las mismas circunstancias de vida a lo
largo de toda ella. Ni la hay de mantenernos firmes en el mismo pensamiento, ni
de que nuestros sentimientos permanezcan inmutables. No la hay. Solo sé que no sé nada, me digo… En
efecto, lo que sí sabemos es que somos causa y efecto, producto de cúmulos de
acontecimientos que nos hacen ir marcando los pasos que damos en el camino, a
izquierda o a derecha, avanzando o deteniéndonos, fruto de todo aquello que nos
influencia en mayor o menor medida. Y hoy pensamos de determinado modo y mañana
de otro. Y no hay volubilidad en ello, no, sino capacidad para adaptarse a los
cambios. ¡Y menos mal! Y me detengo y pienso: ¿cómo lo hago, pues?, ¿cómo hago
para poner sobre la mesa de operaciones eso que ronda mi mente y de un tajazo
de bisturí averiguar su sentido? No es fácil, pero lo hacemos, naturalmente que
lo hacemos. Y más aún cuando no es en la mente donde habita, sino en la sangre
o en las vísceras, cuando se trata de nuestros sentimientos. Lo hacemos sin
saber el modo y por más difícil que esto sea. Y nos lleva el tiempo pertinente,
depende del caso, pero tarde o temprano acabamos por poner cada cosa en su
sitio y hacernos justicia. ¿Qué pienso de tal momento de mi vida?, ¿de tal persona?,
¿de tal sentimiento? Complicada tarea, pero uno sabe muy bien lo que tiene
delante, cuándo se engaña y cuándo se dice la verdad. Y creo, solo creo, que en
medio de la maraña llega uno a decirse: es que... solo sé que no sé nada... Y ese es el momento clave, ese en el que ponemos en
duda los propios pensamientos y sentimientos. Cuestiona todo y elimina las supuestas
certezas: ¿son de verdad?, ¿estoy en lo cierto o me equivoco?, ¿por qué me
sucede esto?, ¿por qué dudo?, ¿por qué me aferro?, ¿por qué rechazo?,... dependiendo
del caso. Aparente confusión, pero estoy
convencida de que ese y solo ese es el momento cumbre de nuestra evolución
emocional y mental, justo el instante en el que ponemos todo en tela de juicio,
porque es precisamente donde empezaremos a quitarle velos a nuestro interior, a
desvestirnos de estorbos y a ver la realidad del asunto.
Y
por lo que a mí respecta… naturalmente que dudo cada día. Dudo de cada idea que
viene a mi cabeza, de cada pálpito que me da la vuelta, de cada latido, de cada…
¡todo! Lo hago a propósito. ¡Vive Dios!, que dirían los antiguos. Procuro
obligarme a ese ejercicio, no vaya a ser que me instale en esa habitación de la
cabezonería y me vuelva ciega de conveniencia. Soy consciente de los momentos
de mi vida en los que me empeñé en aquellas cuestiones que no tenían ningún
sentido. Y también de esos otros momentos en los que tuve que desdecirme de
tales acciones, decisiones o sentimientos. Así como de esos otros en los que
ratifiqué lo que sí que era importante para mí. El resultado, no definitivo –porque
nunca lo es-, creo que ha sido el de haberme generado cierta práctica a la hora
de saber cuando algo que siento en lo más profundo, algo que defiendo a
ultranza o algo que he de resolver tiene fundamento o no lo tiene. Hay margen
de error y equívoco, naturalmente, pero el discernimiento no lo tengo muy
descompensado, puedo decir. ¿Por qué siento lo que siento? Me lo pregunto, sí.
Cada día. Y cada día le doy su respuesta. ¡Debo! Porque solo sé que no sé nada
y ya no me vale la respuesta de: lo siento así, porque no puedo evitarlo; porque
sí. Ya no vale. Procuro no vivir a la deriva, ni sin fundamento. Y soy leal a mis
afectos hasta el tuétano y por mucho tiempo, pero temo pavorosamente el efecto
que provoca la tóxica fuerza de la costumbre. Esta solo disfraza y yo prefiero
ir desnuda de todo aquello que me narcotice los sentidos.
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