Había oído por ahí que el cuerpo humano posee un curioso órgano compuesto de un material cartilaginoso y transparente, situado a la altura del aparato digestivo. Puesto en duda por la ciencia durante siglos, su estudio siempre estuvo rodeado de controversia, pues si bien muchos llegaron a negar tajantemente su existencia, otros muchos oscilaron entre la superstición y lo demoníaco, y ya más adelante entre considerarlo un elemento de origen paranormal o una anomalía genética. Sin embargo, hoy día cada vez son más los científicos que apuestan por defender su presencia y explicar su lógica y necesaria función en nuestro cuerpo. Leyó que al parecer tal órgano posee una forma similar al de un pequeño péndulo, de no más de tres centímetros de longitud, y que es este un instrumento de equilibrio interior encargado de regular carencias, deudas pendientes y desengaños. Conecta directamente, a través de nuestro sistema nervioso, con el sistema límbico de nuestro cerebro al que envía la información necesaria para que este sepa y gestione las correspondientes reacciones emocionales de lo que nos va aconteciendo. Algo así había leído por ahí, en efecto, cuando era apenas un adolescente. Pero de unos años para acá había comenzado a experimentar en su interior sensaciones tremendamente nuevas e inquietantes que le habían hecho profundizar en sus conocimientos sobre el tema y hacerse un conocedor exhaustivo del asunto.
Cada año de vida de un ser humano, cada etapa vital, genera un número determinado -y variable según la persona-, de elementos emocionales esenciales que, por un motivo u otro, se malogran. Abortos de emociones, podríamos llamarlos. Así, entre ellos se encuentran besos que no pudieron darse, palabras no pronunciadas, abrazos no completados, te quieros no dichos o no oídos, sueños no alcanzados, proyectos no iniciados,…. Cada vez que se genera uno de ellos, este, sin dificultad alguna, recorre su camino, avanzando desde la garganta -una vez deshecho el nudo pertinente-, hasta la boca del estómago, para acabar dando con el extraño artilugio encargado de medir tamaño y densidad, y calcular su efecto en nosotros. La ciencia médica dice que cada cuerpo humano tiene un límite para producir dichas experiencias y alojarlas en su interior, pues es sabio, y que cuando tal límite se alcanza aquel busca el modo de extraerlos o expulsarlos.
Su caso no era distinto al de los demás y pasados los cuarenta venía notando ya un peso extremo a la altura del vientre, que le hizo plantearse cómo solucionar el asunto para hallar el modo de reconducir todos esos sentimientos frustrados. Cada persona es un mundo, se decía, y cada cuerpo un misterio. Sabía que tendría que hallar su propio modo de limpieza, equilibrio y compensación, y probó cuanto se le iba ocurriendo para sentirse mejor. Besó y besó sin descanso, regaló abrazos a diestra y a siniestra, mantuvo charlas eternas, quiso querer y decir te quieros a lo loco, dio bandazos con sus sueños y emprendió proyectos disparatados. Pero nada de eso funcionó. Seguía siendo un hombre en exceso mordido por la vida, marcado por esos dentellazos que nos dejan alguna que otra docena de cicatrices por la piel esparcidas. Y de pronto un día probó algo nuevo casi sin ser consciente de ello. Cuando volvía de dar un paseo se fijó en el escaparate de una tienda de regalos cercana a su casa. En él, junto a unos cuantos objetos antiguos de tocador, había un frasco de vidrio pintado, de esos que llenaban los estantes de las boticas del siglo pasado y se vendían a los clientes con preparados medicinales. Entró en la tienda y sin pensarlo lo compró. Contaba con un tamaño considerable y era de un cristal fino, delicado,... frágil. Al llegar a casa lo colocó sobre la mesa del comedor y supo enseguida cuál sería su uso. En su interior iría dejando caer breves notas manuscritas en pequeños trozos de papel, y cada una de ellas contendría la verbalización de esos sentimientos malogrados que tanto pesan y que el péndulo del interior de su cuerpo había medido con exactitud al recorrerlo, desde la glotis hasta el estómago. Lo hizo. Uno por uno. Cada beso anhelado y no sellado, cada palabra no dicha, cada abrazo desperdiciado, cada locura no llevada a cabo,…. Puso todo por escrito. No se guardó nada en absoluto y cuando hubo terminado se sentó. Se sentó a observarlo mientras experimentaba una sensación entre la liberación, la incertidumbre y el agotamiento. Pasó allí un par de horas y decidió irse a dormir, pero antes de hacerlo se dirigió al recipiente de cristal y abrió su tapa. Lo que ocurrió en ese momento nadie lo creería. Azotado por un calor intenso y sofocante, notó que perdía el conocimiento. El frasco se vació. Quedó completamente desnudo de todo cuanto había depositado en su interior. Y él se sintió mejor, infinitamente mejor. Lo que lo motivó nadie lo sabe, pero una cosa si es cierta, y es que a partir de ese momento le invadió una placentera sensación de satisfacción emocional, como si por una cuestión de karma, todo lo que se le había quedado en el tintero revirtiese sobre él con creces y perfectamente equilibrado por su péndulo interior. ¿La vida le recompensaba? Tal vez. Eso solo él lo sabría. Y a ti,... ¿te funcionaría?
0 comentarios