Mens sana in corpore sano. Archiconocida expresión que debemos
al poeta latino Juvenal y a sus Sátiras: a través de la oración se
alcanza el equilibrio perfecto de una mente sana en el interior de un cuerpo
sano. Al dedillo, que se dice, nos hemos atado tal afirmación, dos mil años nos
separan de ella y mucho me temo que su esencia no ha sido en absoluto captada
en su totalidad. El imperante culto al cuerpo de la sociedad actual no genera
discusión. Dejando ahora a un lado sus incuestionables beneficios, todos
sabemos de la preponderancia enfermiza que la estética ejerce hoy día sobre el
resto de los desarrollos humanos. Esta no solo vende, sino que condiciona,
oprime, discrimina…y, permítanme, atrofia los sentidos de quienes la practican
obsesivamente. En tal caso: in corpore sano, sí, pero nada más.
Tendencia de los tiempos que nos han tocado vivir y que difiere radicalmente de
pensamientos anteriores. Sirva de ejemplo el siglo XVIII, era de la
revitalización del conocimiento como única vía para combatir la ignorancia, la
tiranía, la superstición… El descuidado intelectual desencadenaría pues el más
absoluto desprestigio social. De aquello poco rastro queda en un contexto en el
que se premian, y mucho, la frivolidad y la chabacanería, la vida no esforzada
y el camino fácil.
Los tiempos cambian, y los hábitos y costumbres son
cíclicos, pero repasándolos echo enormemente de menos el tercero de los
vértices del triángulo: el desarrollo de nuestra inteligencia emocional,
verdadera vía para alcanzar la mencionada máxima de Juvenal. Llegado este punto
he de ser justa, pues no han faltado tiempos de empuje a la espiritualidad,
pero igualmente tengo de nuevo mis dudas sobre si está bien entendida en
nuestros tiempos. La reivindico como la eterna abandonada que es, por mucho que
salga al paso en cada uno de los acontecimientos que rodean nuestra existencia
individual. Muchos son los que, contando con una preciosa inteligencia
intelectual, miran hacia otro lado cuando han de trabajar sus emociones porque…
¿para qué tomar el camino difícil pudiendo enterrar la cabeza y caminar por un
sendero sin complicaciones para el corazón?
Señores míos, el autoanálisis emocional es tremendamente
trabajoso e incluso descarnado. Nadie lo duda. Es una tarea interminable solo
para valientes, pues la carga de nuestra mochila vital es exigente y nos
demanda un continuo proceso de autoconocimiento. Será doloroso y en ocasiones
supondrá incluso un descenso a los infiernos, pero no creo que pueda servir de
excusa para convertirse en un inoperante de las emociones. Nuestro cociente de
inteligencia emocional –si este pudiese medirse de tal forma- es un
incalculable y esencial bien para convivir con los que nos rodean y nos
quieren, ¡casi nada! Y aún más. Permitámonos tomar una perspectiva egoísta: en
algún momento, cuando creamos tener todo perfectamente encajado y nos
conformemos por el mero hecho de que esa ha sido nuestra vida durante años,
¡zas!... esta nos pedirá cuentas, no hay modo de huir de ello; llegará una inevitable
desazón sabiendo que nos falta algo y que estamos regalando nuestra felicidad.
Seamos no solo valientes, como ya dije, sino justos con nosotros mismos porque
solo a nosotros corresponde llevar esa pesada carga. No se trata de
deslealtad ni de falta de agradecimiento hacia lo que en un tiempo fue nuestro
mundo, sino de justicia y de madurez emocional.
Reza en el frontispicio de Delfos una inscripción que
jamás deberíamos olvidar: “Te advierto, quien quiera que fueres, ¡Oh!
Tú que deseas sondear los arcanos de la Naturaleza, que, si no hallas dentro de
ti mismo aquello que buscas, tampoco podrás hallarlo fuera. Si tú ignoras las
excelencias de tu propia casa, ¿cómo pretendes encontrar otras
excelencias? En ti se halla oculto el Tesoro de los tesoros. ¡Oh! Hombre,
conócete a ti mismo y conocerás al Universo y a los Dioses”. Yo, por
si acaso me lo apunto y trataré de dedicarme en cuerpo y alma a ello. Prometo a
quien me lea que ello me hace cada día un poquito más feliz. Les invito a que
lo intenten.
Hay una ley de vida tan cruel y tan
justa, que dice que uno debe crecer, o de lo contrario pagar más por seguir
siendo el mismo.
(Norman Mailer).
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