RELATOS ENCRIPTADOS (XXII): Viento sur.

By María García Baranda - septiembre 13, 2017

  


       Se dirigió al recibidor y abrió la puerta de entrada a la casa. Era uno de esos pesados portones macizos en los que se pueden apreciar los nudos de la madera, los cambios de tonalidad y alguna imperfección de talla. En los goznes, tres gruesas bisagras de color bronce. Y un poco más arriba de la altura de sus ojos una aldaba metálica y sencilla, que había comprado en un mercado artesano de esos que ponen los domingos en los pueblos. Se asomó a la calle. De pronto había cambiado la estación del año, de un momento para otro. El tiempo estaba confuso. No hacía frío, al contrario, la temperatura era más alta de lo que había calculado y hacía un viento sur endiablado. Se quitó la chaqueta y la dejó sobre una silla. Apenas se había asomado afuera y en menos de un minuto se le revolvió el pelo tanto que decidió recogerse las ondas en una coleta alta. Miró al cielo y torció el gesto. Cogió una gabardina fina del perchero y un paraguas plegable, y cerró con llave. Comenzó a andar calle abajo. Sin prisa, pero sin pausa. Y a su paso iba dejando una estela de chasquidos. Ya había hojas caídas esparcidas por el suelo, seguramente arrancadas de sus árboles por el viento de esa mañana y algunas formaban remolinos tan entrelazados que parecían niños de antaño jugando al corro. Los crujidos le hacían estar especialmente atenta e inconscientemente iba siguiendo sus señales para no despistar el ritmo, cuyo compás llevaba adictivamente a la perfección. Esa melodía que llamaba discretamente su atención la centraba en un solo pensamiento libre de distracciones externas e internas. La idea de que algo en ese día era absolutamente nuevo y desconocido, tal vez extraño, sí, pero agradable. Experimentaba la sensación de estar atravesando un túnel que la transportaría a otra ciudad distinta, a otro país de nombre poco oído, la sensación de estar recorriendo un camino que, a pesar de ser el de todos los días, se revelaba diferente. Sin embargo, sabía que la ruta era la misma. El mismo horario y el mismo destino. Lo distinto por lo tanto se alojaba en ella, en una mezcla de su yo más asentado con unas ganas frescas de asomarse a lugares no frecuentados, a gentes desconocidas hasta ahora y alejada de las viejas costumbres. “Si es que tengo unas ganas enormes de descubrirme”, se decía. Era un día curioso aquel, sí. De hecho, ella era curiosa ese día. Y aquello era realmente emocionante de por sí, por el mero hecho de ser una sensación plena de vida. De una vida que bien podría ser recién estrenada. Se sonrió a sí misma y le dio las gracias al viento sur. Seguramente todo esto era cosa suya.




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