No me asusta en absoluto el ser humano. Siempre que sea eso, humano antes que ser. Pero no, no me asusta. Hace ya muchos, muchos años que no. Aprendí ese sentir allá de niña. No me asusta la imperfección, ni lo considerado vergonzoso. Acepto o rechazo, pero no me escandalizo ni entro en pánico. Lo que me asustan son las personas que huyen de sus rasgos más básicos obligándose a ser siempre en extremo correctos. Tan perfectos. Tan fuera de mácula. Confundiendo esa plastificada exquisitez con la imprescindible educación. Esos perfeccionistas imperfectos sí que me asustan. Me asusto yo a mí misma, de hecho, cuando rozo ese vicio, lo reconozco. Ese de reñirme cuando fallo o criticarme ya de modo insano. También me asustan quienes esconden sus pies, perfectamente posados sobre el suelo, a base de maquillajes que tardan en derretirse poco más de una hora. A la sombra. Quienes no se atreven a mostrar y se incomodan si muestras. Pero, ¿el ser humano? Ese no. Dadme un hombre que ponga a desfilar todos los improperios del mundo si así lo necesita; o bien uno que se quede desesperadamente mudo, porque su cabreo es tal que prefiere no despegar sus labios en su búsqueda de la cordura absoluta. Dadme un hombre que llame a cada cosa por su nombre, que se equivoque, y peque una y otra vez de lo mismo, y sea capaz de detectarlo cuando sucede. Dadme un hombre que a veces es exquisito y otras es el más corriente del mundo. Denme un hombre. Real. Con quien poder discutir y crisparse también sin que eso suponga el Cisma de Occidente. Sin que se deba a decepción, sino a discrepancia. Dadme un hombre que acumule miserias humanas, experiencias de las que no se sienta especialmente orgulloso y grandezas que provengan, no de elogios ni necesariamente acciones políticamente correctas, sino de la superación de cada envite de la vida, y de cada sueño cumplido. Dadme humanos con debilidades, porque en ellas precisamente es donde se encuentra su virtud y su grandeza. Precisamente en saberse humano y seguir ahí. Queriendo vivir y vivir queriendo. Dame seres reales. De los que se dejan ir... y yo con ellos.
Porque del mismo modo que detesto al ser presuntuoso, pagado de sí mismo, perfeccionista hasta el extremo psicopático de encontrar un hilo con el que ahorcarse o con el que ahogar al prójimo, de esa misma manera agotan mi paciencia quienes se regodean en sus variopintos fallos de sistema. Describiéndolos, admitiéndolos con una cantaleta aprendida pero falta de autenticidad, colocándolos en un escaparate con etiqueta, peso y precio. Y con tono apesadumbrado de insoportable lamento. Y es que los defectos y las virtudes no se hicieron para pasearlos, creo yo, sino para convivir con ellos una vez que se han identificado. Sin más. A unos se les da algo de estopa de vez en cuando, a ver si merman o se largan de vacaciones eternas. Y a las otras se les da lustre para que sean bellas y generosamente rentables. Pero no, ni dioses, ni arrastrados, porque al final casi siempre terminan siendo parte del mismo ser, curiosamente. Además de poses insostenibles. Dadme hombres sin más. A veces increíbles. Otras desesperantes. Y otras, simples seres mirando al horizonte. Sin más encanto que ese. Pero siempre reales, ya lo dije. Conmigo desde luego no existe otra manera. Y de mí,... que no intente nadie extraer otra, porque pincha en hueso. Por eso,... dadme un hombre.
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