VESTIDA DE ENFADO NATURAL

By María García Baranda - septiembre 09, 2017

   


      Hoy un amigo me ha dicho que parezco enfadada. Y que contaba con pruebas para demostrarme que supuro ese estado de puro evidente. Y tiene razón. Es así. Parezco enfadada porque lo estoy. Contrariada, ofuscada, airada. Que mis palabras y mis reacciones denotan una pizca de dolor y rencor, decía él. También en eso está en lo cierto. Ese es el ciclo vital que atravieso. Es obvio y no merece la pena negarlo. Así que aquí lo lanzo, como siempre hago. Quien se sienta identificado conmigo se sentirá menos solo. Quien esté, por fortuna, en un momento opuesto, quizás me envíe con el pensamiento la fórmula que me saque de este zulo, no sin antes darme un par de zarandeos a modo de espabile. Y en cuanto a mí, si bien es cierto que no habrá de curarme dado que la raíz está profunda, me pongo en orden a mí misma al menos.

      Si pudiera colocarme bajo el microscopio para inspeccionarme al milímetro justo en este momento, el diagnóstico no sería el de una mujer que se siente realmente infeliz, para ser honesta. Por suerte no lo soy, pero tampoco podría decir que atravieso una etapa plena ni esencialmente dichosa. Me falta algo que para mí es fundamental y cuya ausencia deja cojo el modelo de mujer que soy, desde la más pura esencia de mí. Actualmente existen facetas en mi vida que me hacen sonreír varias veces al día, eso es cierto. La familia y la amistad, por encima de todas, me llenan el alma. Y en cuanto a mi desarrollo estrictamente individual, estoy en un momento en el que, salvo en un rasgo en concreto en el que suelo hacer aguas, me encuentro bastante en paz conmigo misma. Satisfecha y realizada, personal y profesionalmente. Pinceladas aquí y allá a las que agradecidamente hago justicia mencionándolas en medio de ese enfado interior que reconozco me cubre por dentro y por fuera.

     Todos y cada uno de nosotros pasamos por etapas de ese color tan oscuro.  Y las causas suelen ser de toda condición. Infinitas combinaciones para poner en marcha esa maquinaria de ceño fruncido y grito fácil. En mi caso sé bien a qué se debe, un sentimiento que me ha ocupado los ciento setenta centímetros de mujer que soy: vivo una decepción de gran magnitud, de amplio espectro. Y su tipología es de la peor clase que puedo experimentar por lo que a mi forma de ser y a mis puntos débiles respecta: decepción puramente humana, esto es, con la condición humana y su esencia más virgen. Convivo hoy día con la puñalada de tener que tragar con la pregunta de por qué el ser humano se comporta de equis maneras, cuando la respuesta, -aunque la entienda racionalmente hablando-, no me sirve de bálsamo ni me calma lo más mínimo. Ahora ya necesito drogas más duras y escandalosos vuelcos en los acontecimientos.  He de matizar que esta decepción de amplia onda de la que hablo no tiene que ver con un análisis generalizado y abstracto del individuo, sino que se atiene a lo que afecta en mi mundo más cercano. Lo otro es harina de otro costal y tela marinera. El centro de mi desencanto parte de mi sentir más particular ante las acciones que me han salpicado o dado de lleno, según el caso, personalmente. Emocionalmente. Profundamente. Sentimentalmente. Acciones y reacciones inesperadas, anheladas distintas. De las que duelen, de las que marcan y provocan un vacío interno tan solo gesticulable con una mueca seria y áspera. Y compasión cero. De las que, al menos a mí, arrancan de cuajo la fe en el ser humano, en “otro” ser humano, en su sensibilidad, en sus dotes de resolución de sus estados de vida, en su capacidad de sentir contra toda adversidad, en su valentía. En que en un momento dado puedan dar un golpe de efecto para sí y para el resto. Para mí y conmigo. Y por mí, por supuesto. La fe en que las cosas pueden siempre suceder de otra manera, y en que las personas diferentes hacen cosas distintas. Y la fe en que, por qué no decirlo, conmigo todo puede ser también diferente. Porque yo lo soy, así de sencillo.

     Así que mi desengaño, este que se me ve desde bien lejos por más que haga a diario por ofrecer lo mejor de mí,  se viste de esos trapos. Del otra vez lo mismo y por lo mismo. Y me deja, por tanto, totalmente desnuda de lo que me da aire: esperanza de poder vivir una sintonía de vida distinta. Se me escapa esa esperanza humana entre los dedos, eso es cierto. Y tampoco los junto para retenerla. Pretendo simplemente dejar que las cosas vayan y vengan por su propia inercia, sin modificar ni una milésima su recorrido. Ya no. Mi interacción seguirá siempre en marcha, eso sí, porque a mí compete, pero sin marcar rutas, modos, marchas. Sin frenar ni acelerar. Y sin indicaciones a nadie en absoluto. Que así como yo asumo la decepción que siento, cada cual es muy libre de decidir cómo ha de ser su vida. Y…, y ya no sé qué más ha de venir después. Eso también es cierto. Pero hoy estoy vestida de enfado natural. Desilusión sin luces. Tan solo desvestible con algún tipo de milagro regalado, por cierto. 





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