Hay personas que agotan tan sumamente la paciencia que llegan a desfondar al contrario. Completa, devastadora e irremediablemente. A mí al menos me ocurre de ese modo. Me acordaba hace un momento de una amiga de la infancia cuya amistad mutua se extinguió con los años, y pensaba en cómo mi sentir hacia ella desembocó en un absoluto y profundo hartazgo respecto a todo lo que tenía que ver con ella. Ni sus gestos, ni su voz, ni su forma de hablar, ni su imagen se me hacían ya mínimamente soportables. Las razones concretas de aquello no vienen aquí al caso, pero ese recuerdo me ha provocado pararme a pensar en aquellas personas que se fueron quedando por el camino, no por vía natural, sino a causa de una ruptura drástica del vínculo. En todos los casos se dio en mí un denominador común: se columpiaron tanto, tanto, tanto en mi paciencia que los anclajes acabaron cediendo. Y, ¡al suelo! C’est fini.
Siempre he sabido, no me pesa reconocerlo, que cuento con una considerable dosis de paciencia en lo que a relaciones personales y a las vulnerabilidades ajenas respecta. La cantidad es a tener en cuenta, en efecto, pero sobre todo es extensible en el tiempo. No tengo prisa, ni considero que haya de exigir de nadie esto o lo otro. Creo que es lo propio, lo que a mí me gustaría que se hiciera conmigo y fundamentalmente se debe a que soy consciente de que cada uno cuenta con sus peculiarísimas peculiaridades y,… ¡hay que comprender! Ahora bien, en el momento en el que una relación de a dos entra en un bucle similar al famoso día de la Marmota en lo que a golpetazos se trata, ¡apaga y vámonos!, cortocircuito. Prefiero mil y mil veces que los problemas, las fisuras, los conflictos, los fallos, las discusiones,… sean variaditas. Que vengan las que hayan de venir, pero distintas, ¡por Dios! Y es que si la película se repite una y otra vez, mi paciencia toma posiciones para iniciar un descenso sin paradas. No puedo evitarlo. Asistir a un mal comportamiento de manera cíclica y recurrente, asociado a una disculpa sempiterna y ya gastada por el uso me deja sin argumentos de corazón, y lo que es peor, sin ganas de recibir explicación alguna ni de escuchar más. Me alejo y no albergo intención de acercarme de nuevo, fundamentalmente porque esa persona me ha cansado física, emocional y psicológicamente. Siempre el mismo discurso, la misma cantinela, el mismo victimismo como descargo y las mismas peticiones de perdón y justificaciones. ¡Cuentos! Salvar el culo a costa de la comprensión del otro y cierto aspecto de psicopatía, de paso. Como a todos, creo, lo que un día me sirvió de fuente de entendimiento y empatía se convierte en elemento de arraigado rechazo. Así, sin remisión. Y solo de ver en esa persona el más pequeño gesto similar, la actuación más insignificante, el más mínimo atisbo de conducta repetida, aunque yo ya no esté implicada y se dirija a otras personas, me repele tanto, tantísimo que me sitúa a años luz de su epicentro. No lo puedo soportar e incluso mi respeto se volatiliza. Ya no hay nada en mí que haga que lo comprenda, al contrario, llego a no tolerarlo. Ni cerca ni lejos. Y ahí es donde nace el adiós definitivo. Por su bien y por el mío. Por más que hubiese querido que el hecho me resbalase un poquillo, no hay modo alguno ya de quedarme por esos lares. Y todo por observar que esa persona no ha movido un solo dedo por evitar precipitarse hacia los mismos agujeros, caiga quien caiga y lo que caiga. Véanse, lamentos eternos y autocompasión constante, egocentrismo agudo, utilización de la buena voluntad de quienes lo rodean, venta de motos al por mayor y al por menor, y aprovechamientos varios en propio beneficio. Cansino a más no poder. ¡Guillotina!
Pensé durante mucho tiempo que lo que en mí quedaba en esos casos eran restos de rencor, de recelo o de rabietas. Frustación tal vez. Enfados y dolores no del todo superados. La amiga que traiciona, el amor que engaña, el amigo que utiliza,… pero no se trataba de nada de eso, sino de hartazgo. Del efecto de un grado de saturación tal de sus milongas que lo mejor fue cruzar el océano en placentera calma. Y aquí paz y después,… ¡gloria!
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