¿Conocéis
esa sensación de tener un objetivo en mente y tener la impresión de que mires
donde mires está presente? Que quieres tener un hijo, embarazadas por todas
partes. Que quieres irte de vacaciones, todos a tu alrededor hablando de viajes.
Que vas a comprarte un coche nuevo, anuncios de coches a todas horas.
Evidentemente que no es la casualidad la que aquí actúa, sino la posición
predominante en la que hemos colocado nuestro foco de atención. Eso es
precisamente lo que me ha ocurrido esta misma mañana. Los acontecimientos iban
concatenándose suavemente hasta enlazarse en torno al mismo asunto, tema por
cierto de mi más absoluto interés: la educación emocional de nuestros niños y
adolescentes. Omnipresente. Emociones al aula.
Poco
antes de la diez de la mañana una de mis alumnas de quince años me hizo una
pregunta a cerca de la importancia o no que podía tener algo que estaban estudiando
en clase de Ética. Abordaban el tema de la felicidad. Habían pasado por otras
emociones y por otras conductas emocionales, y se preguntaba sobre lo abstracto de su
estudio y la supuesta finalidad del mismo. Di mi opinión. Le expliqué mi punto
de vista a cerca de la gestión de las emociones y de los distintos prismas con
los que puede mirarse en este caso concreto el concepto de la felicidad. De
ahí, como siempre, planté férreamente mi semilla sobre lo que a mi modo de ver
es de enorme necesidad: la enseñanza-aprendizaje de las emociones y su mencionada gestión,
esto es, cultivar la inteligencia emocional. Tras oírme, y ellos que me conocen
bien saben que ese tema me tira y mucho, se quedaron pensativos e hicieron
alguna aportación. Terminó la clase y sonó el timbre, y mi alumna me
pidió que charlásemos un momento. Por supuesto lo hicimos y aprovecho para decir que me
siento enormemente honrada y agradecida de que los alumnos acudan a mí para formularme
consultas mucho más íntimas y personales que las que se refieren al ámbito
académico. En nuestra conversación me planteaba ella una cuestión personal que le genera conflicto y me
pedía opinión sobre cómo abordar el asunto y sus propias emociones. Lo hablamos,
le di mi punto de vista y me dijo que su consulta le había venido a la cabeza tras haber
mencionado en clase la importancia del trabajo de las emociones para el correcto
desarrollo mental del ser humano. Evidentemente la alumna acababa de unir
teoría y práctica. Acababa de dar con la utilidad de lo que se estaba
estudiando en el aula en una materia determinada, en este caso la de asignatura de
Ética.
Enseñar
en
el aula para fomentar la inteligencia emocional. Dicho así sé que para
muchos sonará absolutamente esnob. Modernísimas enseñanzas zen y
chill-out,
traídas de no sé dónde, dirán muchos. Pero si me permitís voy a matizar
la
cuestión. Comienzo señalando que, por más que no tuviese nombre,
delimitación o
currículo, el asunto es más viejo que la tartana del tío Luna, que diría
mi
abuela. Hace muchos años ya que las emociones se trabajan en el aula por
parte
de los docentes más implicados y competentes. Ni muchísimo menos es un
tema
nuevo en la pedagogía y por supuesto que en los procesos de
enseñanza-aprendizaje en edades tempranas es fundamental. Y como antiguo
es en
el aula, del mismo modo lo ha sido en las casas y en lo que a educación
fundamental se refiere. Quizá no hemos sido conscientes, quizá no en
todos los
hogares se ha tenido la suerte de contar con unos progenitores diestros
en
ello. Cuento con eso. Pero sí creo que hubo presentes unos mínimos que
consistían al menos en cuidar los conceptos del respeto, del ponerse en
el
lugar del otro, de saber pedir disculpas y de dar las gracias. Eso, mi
gente,
eso es inteligencia emocional. Aprender a aguantar los caballos y pensar
en los
demás. A partir de ahí y con el paso del tiempo se ha ido sabiendo más y
más
del asunto, y simultáneamente hemos ido asistiendo a unos tiempos en los
que el
estado de nuestra sociedad ha ido enfermando de emociones. ¿A qué me
refiero?
Sencillo. Individualismo, deshumanización, despersonalización. Y como
consecuencia, aumento del egocentrismo y del egoísmo, con el
consiguiente
descenso de la empatía. Fórmula matemática. Para entendernos: un “cada
palo que
aguante su vela”, aderezado con un “el que venga atrás que arree”.
Sabemos que
es así. Sabemos que no ha habido época en la que no se haya criticado un
cambio
social, pero del mismo modo somos hoy conscientes de que el mal del que
adolecemos
es el de la soledad. No soledad física, ni soledad sentimental siquiera,
pues
esas son circunstanciales y temporales. E incluso me atrevería a decir
que
determinada soledad es necesaria en algún momento de la vida a fin de
conocernos a nosotros mismos y de comprender mejor a los demás. Lo que
hoy padecemos
es soledad intrínseca, soledad de viaje, soledad de alma, vacío
existencial. Somos
plenamente conscientes de que al salir a la calle nos adentramos en una
jungla
donde cada vez escasea más la capacidad de comprensión y compasión –en
el
sentido positivo de la palabra- del ser humano. Cuesta regalar, cuesta
encontrar a alguien que se ponga en segundo lugar. Cuesta ceder terreno y
entender que nada ni nadie nos pertenece. Y a veces ni siquiera los más
íntimos
son capaces de realizar un acto de generosidad o de fe, si esto les va a
hacer
que su ego adelgace un poquito. Quedar por encima y llamar la atención
para
paliar un complejo de inferioridad nutrido de falta de inteligencia
emocional.
Así que, a la luz de todo esto considero primordial llevarlo al aula hoy
día.
Todo su tratamiento es poco. Y bien es cierto que no podemos entrar en
las
casas y compensar las carencias donde estas se presenten. No podemos
hacer desaparecer las heridas, pero sí tratar de curarlas y contribuir
en uno de los senos sociales más importantes de niños y
adolescentes: el centro educativo. Y no ya por cuanto de académico allí
se
trabaje, sino porque se trata de un espacio cumbre en las relaciones
personales a
estas edades.
Tal
vez muchos de mi edad o mayores que yo pensarán que nuestras generaciones crecimos sin
tanta contemplación. Tal vez. Pero estoy convencida de dos cuestiones. La
primera es que valoro que hoy día es infinitamente más necesario. Son los
tiempos que nos han tocado vivir y es aquello en lo que nos hemos transformado,
en enfermos de emociones. La segunda es que tuve que superar mi treintena para
ratificar algo que venía percibiendo desde muy jovencita: el índice de
ignorancia emocional en la sociedad es exponencialmente mayor que el índice de
ignorancia intelectual o cultural; así que los de nuestras generaciones no nos
criamos tan bien. El mencionado mal es realmente grave, creedme, porque
frustra, amarga vidas y crea seres grises, infelices y mezquinos a cada paso. Todos en un
momento dado adolecemos de egoísmo, por supuesto, pero instalarse en ese modus
vivendi tiene un altísimo coste. Con la vida de cada uno, cada quien puede hacer
lo que le venga en gana; pero ahora ya, con la vida del resto, cuidadito.
Resulta obsceno. Ignorancia emocional, sí. Se puede vivir sin conocer el nombre
de la capital de un país o de un escritor célebre –por más que a mí me duela-,
pero no se puede vivir haciendo la vida imposible u oprimiendo con el yugo a
los que nos rodean; ni sufriendo eternamente, víctimas de los desmanes y de la
mezquindad del resto. Eso sí que es un delito, de asesinato además, bien de
nuestra propia vida o bien de la vida del de al lado. Lo dejo a las conciencias
ajenas y felicito a los que trabajan la conducta opuesta.
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