Vamos a ver si encuentro las palabras. A ver si lo logro. Dicen que para que haya luz, ha de haber oscuridad. Que ambos momentos se cruzan y se rozan con las yemas de los dedos, viéndose tan solo unos minutos. Que sin la una no distinguiríamos la otra. Y es cierto. Por su parte, la oscuridad goza de un bajísimo prestigio, injusto a veces porque no siempre es mala. Necesaria como es, en numerosas ocasiones esconde, que para eso es oscuridad, reflexión y aprendizaje. También introspección y algo de acto de contrición y de gesto de poner los pies en el suelo. La luz, en cambio, a todos gusta. A todos deslumbra y atrae como polillas. Pero no siempre es tan maravillosa. Pues ciega o quema si no es absorbida con precaución, o genera sombras demasiado densas si se lleva a cuestas como una cruz.
Es por esto que siempre consideré que en el equilibrio está la virtud. Y no me refiero únicamente a lograr un todo con los gramos justos de luces y sombras, no. Voy bastante más allá. Voy a que si bien oscuridad ha de tener su cara y cruz, su polo positivo y su polo negativo, la luz ha de venir tanto del interior, como del exterior. Para dar luz al mundo hay que saber recibirla también. Para iluminar a los demás hay que saber no apagar el propio interruptor y, al tiempo, detectar el faro del que tomar a su vez sagrada luminiscencia.
Mi luz interior,… lucho por dejarla salir entre las rendijas y regalarla al resto al tiempo que me alimenta por dentro. Algunos dicen que brilla limpia y generosa. Yo no lo sé, tal vez sea así. Mi cometido es tan solo encenderla todo lo posible y apagarla únicamente lo necesario. Pero la luz externa, esa que me hace despegar mis pies del suelo y me engrandece el alma, esa tardé en encontrarla mucho tiempo. Hasta que un día vino a mí. Natural y despreocupadamente. Y ahí se produjo el efecto contrario, porque esa sí que se coló por todas mis rendijas del alma. Sin pretenderlo, sin saber siquiera que poseía la energía para hacerlo inagotablemente. Aún lo hace, de hecho. Porque con solo un gesto, con solo un movimiento coloca una sonrisa en mi cara que dura tantos minutos y tantos segundos como aquellos que yo empleé en imaginarla. Una canción, una palabra, una sonrisa, una mirada,… Una caricia y moriré yo antes de que se apague esa bombilla. Nunca quise otra luz, nunca otro resplandor. Tampoco pensé que así sería, pero lo supe al verla. Y aún lo sé. La hallé por fin. Esa luz que calienta mi vida, que dobla lo que soy y divide lo que temo. Que me hace sentir segura y feliz, aunque se haga de noche. Esa y ninguna otra. No la hay de hecho, y ella lo sabe como yo. No necesito más que esa luz. Sin ella yo me apago. Mi todo. Mi vida.
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