LAS HISTORIAS DE AMOR IMPOSIBLE NO EXISTEN

By María García Baranda - julio 31, 2017




   A mí toda esa milonga de los amores imposibles e inolvidables, las historias truncadas, lo eternamente venerado e idolatrado por inalcanzable, me saca un poquito de mis casillas. Bueno, más que un poquito. De hecho saca a la psicópata que llevo dentro. He de decir que en este tema he dado un viraje de ciento ochenta grados, lo prometo. Yo era un poco madame Bovary y otro poco Anna Karenina, y suspiraba por esas historias de amor que, aunque no podían ser, me hacían soltar una exhalación solo con su imagen pasando por mi cabeza. Las tenía, además, en un pedestal, puesto que si siendo imposibles como eran, lograban mantener esa llama candente en el corazón, sería porque eran realmente grandiosas, ¿verdad? Pues no, no señores. Ya no lo creo así. Para empezar no creo que las palabras “amor” e “imposible” puedan combinarse en una misma impresión. Salvo de esa quema, si acaso, algunas excepciones realmente puntuales, como condiciones y circunstancias de vida extremas o incluso la muerte, pero nada más. Si es amor, es y ha de ser posible. Y si se ve tan, tan, tan, difícil, habrá que preguntarse qué sucede ahí adentro.

   Bien. Pues esta ex aprendiz de protagonista de novela rusa del siglo XIX fue viendo cómo se le caía la dulce y delicada seda que le cubría los ojos, y donde antes suspiraba y decía: “¡qué historia tan bonita!”, comenzó a detectar excusas e impedimentos que no procedían realmente de ese supuesto sentimiento de amor o de las circunstancias de esa arrebatadora historia, sino del interior de las personas implicadas. Se convertía así lo imposible en algo bastante más posible proporcionándole una buena dosis de espabile al paciente o pacientes de turno. Pero contaré qué me pasó para cambiarme de bando sin perder mi romanticismo, ni mi adoración por este sentimiento universal que es el amor. Pues que los acontecimientos de mi vida me enseñaron a golpe de sangre tres principios esenciales. El primero, que más allá de la frase de que “la vida son dos días” efectivamente lo son, y en cualquier momento puede dar al traste con nuestro presente, llegando entonces, entonces sí que sí, el verdadero infierno, la angustia y la queja. Sé muy bien lo que es eso, y no hay sensación ni sentimiento peores que el de querer a alguien o soñar con algo, que te es arrebatado, para seguidamente lamentarte de por qué no lo aprovechaste bien mientras podías. El segundo es que cuando se encuentra eso a lo que le das un profundo sí, hay que aferrarse a ello sin más, porque no te vas a equivocar, eso es seguro. Nada como el pálpito. Uno sabe bien lo que mueve el suelo bajo sus pies, en qué o quién piensa al despertar, y lo mismo antes de coger el sueño. Si tu alma sonríe, no lo sueltes. Nunca tendrás certeza alguna de cómo irán las cosas, puesto que esa seguridad solo llega, o bien cuando no te juegas mucho en el asunto, o bien cuando, siendo importante, ya tienes rodaje en ello. El tercero, y quizás el punto más determinante en este asunto, es que la mayor parte de las cosas que queremos hacer y no hacemos, la mayoría de esos imposibles son tales por pura cobardía y por puro miedo. Sin más complicación. Por lo que la frontera entre lo que se intenta -ya veremos si se logra- y lo que no es un engaño de nuestra mente para no movernos de nuestra zona de confort. Por si perdemos, por si arriesgamos la vida que tenemos, por si no va como esperamos, por si…

   No existen las historias de amor imposibles, por cuanto si son de Amor -con mayúsculas- ya existe el sentimiento, y con él la historia correspondiente. El cómo permitamos que se viva ese amor y la zancadilla o puente de plata que le pongamos, ya es otra cuestión. Eso, en tal caso, nos imposibilita a nosotros el ser felices, al menos hasta que aprendamos las tres lecciones que me cambiaron a mí mi visión de la vida. Aquí las comparto, pues, satisfecha y sin ánimo de lucro. Como siempre.

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