DOCENTES NO DECENTES

By María García Baranda - mayo 10, 2016

     
  ¡Qué bendición!, ¡cuánta! El poder dedicarte a aquello que más te nutre. A lo que mejor dominas. A lo que más aporta. Qué privilegio supone enfrentarte cada día con nuevos retos, con ideas relucientes y chispazos de ingenio que poder poner en práctica con fines específicos. Qué maravilla tratar de aportar algo al resto.
      Eso es un día laboral para mí. Independientemente de cómo me vaya en la feria de mi vida, existe siempre una parcela -aunque a veces sea dificilísima de preservar- en la que puedo nadar de este modo, sumergiéndome en aquello que más me llena: enseñar. Nací con ese ramalazo, crecí jugando a ello, me hice adulta proyectándolo y hoy por hoy soy tan afortunada como para poder ponerlo en práctica. Es además mi profesión cimiento del desarrollo social, parte esencial del ser humano, derecho fundamental del hombre, aire para respirar. Y como tal habría siempre de ser aquella respetada, venerada, cuidada, alimentada, pero sobre todo tratada con una dosis extra de sentido común. Panoramas contrarios tenemos unos cuantos, sistemas intestinamente dañados, exhalando sus últimas respiraciones y blancos de intereses políticos. Sufren además de los dardazos de la era de la anticultura, donde lo ordinario se ha etiquetado de extraordinario y de exquisito, donde lo que antes se consideraba como un conocimiento medio de cultura general es ahora tildado de la excepción que confirma la regla de una supuesta erudición. Lo sabemos, sí lo sabemos. Sociedad y política mordisquean los talones de la educación y de las tareas de enseñanza-aprendizaje y eso es algo con lo que convivimos, creo que ya con cierta resignación. Afortunadamente siguen existiendo miradas críticas.
       ¡Tanto contra lo que disparar! No sería mi primera vez. Ni mi segunda. Ni mi tercera. Suelo pararme a plantearme las agresiones sufridas por fenómenos externos. Pero no hoy. Hoy exploto si no extraigo la raíz enquistada del tumor. Hoy precisamente, día en el que algo nada nuevo ha conseguido llevarme al límite de mi indignación profesional: lo que considero una absoluta falta de ética en la profesión. Señores míos, podré admitir -que no aprobar ni consentir- la idea de que existen intereses políticos, gubernamentales, que viajen en contra de los intereses de la profesión docente y de una educación de calidad. Podré hacer asimismo lo propio, asumiendo -aunque combatiendo-, que la sociedad padece falta de interés por la cultura. Pero si hay algo que me hace alcanzar mi punto de ebullición más alto es la presencia de docentes nada docentes y en absoluto decentes en las aulas de nuestros niños y jóvenes. Ahí opino de manera implacable. Falta de ética profesional, decía. En efecto. Irresponsable. Inmoral. Indecente.
       Cuando un joven tiene frente a sí la oportunidad de elegir formación académica y profesión habrá de plantearse muy seriamente en qué consiste y consistirá en el futuro el desempeño de su labor. Existen profesiones que por sentido común se encuentran en una parcela delicadísima del mundo laboral, por cuanto introducen su instrumental en lo más íntimo y sagrado del ser humano: sanidad, servicios sociales, fuerzas de seguridad y educación. No hay ahí lugar para juegos. Ni para pérdidas de tiempo. Ni para desgana. Ni para mirar hacia otro lado. Ni para no saber desempeñarlo con un mínimo de profesionalidad. Ni para la ausencia de ética. Ni para la falta de psicología, humanidad, empatía y... ¡amor propio! Por lo que a mi profesión respecta tiemblo y rujo de ira cada vez que me cruzo con un docente al que los alumnos "padecen". Y no me refiero, por supuestísimo, a un nivel de trabajo y exigencia altos, ni a un grado de excelencia determinados. Me refiero a no ser capaz de ponerse ni por un segundo en la piel de los alumnos, a pensar únicamente en su punto de vista, a no tener ni un gramo de capacidad comprensiva con sus circunstancias particulares, con la edad que comprenden, con su nivel de aprendizaje o con su entorno cultural. A aquel que no es consciente de que en sus manos tiene el poder de lanzar a un alumno a su mejor versión, o de hundirlo en el fango minando su autoestima desde la base. O peor aún, a quien siendo consciente de ese poder, se lo pasa por la peineta. Me refiero a aquel para quien esto es un mero empleo en el que llegar, fichar y largarse sin más objetivo que cumplir. Y poco. Y mal. Me refiero a quien respira aires de grandeza, de necesidad imperiosa de sobresalir o de quien pretende cubrir complejos propios entre las cuatro paredes de un aula, como si se tratase de un centro terapéutico. Me refiero a aquel que se cree descendiente directo de la pata del Cid, de materia única y erudición suprema, tanto como para no darse cuenta de que lo que tiene delante son niños y jóvenes con sus correspondientes limitaciones aún, pero fundamentalmente con sus emociones y sentimientos. Pretender que sean capaces de protegerse con un escudo forjado con unas herramientas emocionales que aún no han desarrollado es cuanto menos descerebrado, pero principalmente obsceno. Falta absoluta de psicología, no ya esencial para la profesión, sino para la misma vida.
      Enseñar en los niveles en los que yo enseño o incluso inferiores pasa por la tarea de atender a su formación específica, naturalmente, pero al tiempo por la inevitable y deliciosa tarea de formar personas, de trabajar su autoestima, su responsabilidad y su autoexigencia. Es dar o quitar oportunidades. No es nada fácil. Muchas veces nos falta colaboración hasta por parte del propio alumno, pero los profesionales somos nosotros. Y los adultos. Y los experimentados. O así se nos supone al menos. Y aquí, implacablemente como decía, mantengo: el que no sea capaz que se marche fuera que esto no es ningún juego.
   Así que, si usted conoce a alguien de estos tintes dedicándose a esto, no sea corporativista; y si se identifica dentro de ese grupo, plantéese un cambio por el bien de todos, por favor. Para los demás, bienvenidos a la profesión, que son palabras mayores.



 

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