NO ME TRATEN COMO A UNA MÁS QUE TENGO NOMBRE

By María García Baranda - mayo 29, 2016

SERIE:  ♀ Fémina


De qué va el asunto



 ¿Sabéis de esos temas de cuya omnipresencia en la sociedad tenemos conciencia, profundos y necesarios de abordar, pero sobre los que muchas veces pasamos de puntillas? Por densos, por complejos, porque sabemos que requieren energía extra para debatirlos, por no estar inspirados, por no levantar escamas,…por mil razones, pero son temas en los que no siempre nos mojamos. O no con todo el mundo. Pues hoy me muerde uno de ellos: Me hago responsable únicamente de mis propios actos y comportamientos. Diré que tal afirmación y lo que viene en las consiguientes líneas nacen de la mezcla de cuatro ingredientes distintos en mi cabeza: las diferencias y semejanzas entre hombres y mujeres, la necesaria huida de las generalizaciones y de los tópicos, la reivindicación de ser tratada en función de mi individualidad, y mi lucha personal de tratar de evitar el tener que complacer a todos con la realización de actos justificados, compartidos, entendidos por todo el mundo. Mezclo el batiburrillo en un cajón de sastre y sale un vestido de varios colores y texturas. Veremos el diseño que presenta, pero anticipo que hoy he comenzado a escribir pensando en lo siguiente:

Soy una mujer adulta, experimentada dentro de lo normal para el tipo de vida que llevo y para mi edad. Independiente, profesional y autónoma. Y al tiempo necesito y mucho a mi gente, su apoyo, su comprensión y su protección. Hago las cosas lo mejor que puedo y sé, aunque no siempre. A veces me dejo ir a propósito, porque lo necesito. Y hasta fomento mis defectos, por ver si me acostumbro a ellos y no me flagelo. Atino y me equivoco como todos, pero sobre todo trato ya de no juzgar cómo vive sus vidas el resto. Soy celosa del cariño que profeso a los míos y si siento por ellos lo que siento, eso suele llevarme a respetar su modo de hacer. Como contrapartida, suelo esperar que ellos comprendan mi vida, por distinta que sea esta a la suya. Por diametralmente opuesta que les parezca. Y que se paren a pensar que si hago las cosas de determinada manera, puede deberse a alguna causa concreta, sin que por ello esté exenta de equivocarme, ni ellos de poder darme su opinión. Llegados a este punto me he dado contra una pared de hormigón ya muchas veces, especialmente en los últimos años. Y generalmente ha procedido de personas que ni habían pasado por mis mismas experiencias, ni llevaban una vida ni por asomo parecida. ¿No ponerse en la piel de otro? Tal vez se trate de eso. Sea como sea mi ideal pasaría por: no ser juzgada sin más criterio, recibir respeto en función de lo que me merezca y me haya ganado por propio derecho, no cargar con pecados ajenos fruto de las generalizaciones, y no tener que disculparme por cuestiones banales, por ser mujer o por vivir una vida en concreto.





XX frente a XY o el respeto a nuestras diferencias



La era de la igualdad. La época de la reivindicación por la paridad. La modernidad para unos y otras. O para unas y otros. ¿O será para unos y unas, y otros y otras, miembros y miembras? Ay, no sé. Permitidme la ironía en algo sobre lo que verdaderamente no soy nada irónica.

Suelo explicar en clase obras literarias en las que la figura de la mujer se ve afectada de una marcada discriminación por razones de sexo. Presente como está la cuestión en nuestra mente, pregunto a mis alumnos sobre si ese tema se encuentra o no vigente hoy día. Su primera reacción es la de negarlo, defendiendo que en pleno siglo XXI ya no vivimos por fortuna así. Ante esa afirmación giro la cabeza a izquierda y a derecha y mantengo tres ideas. La primera es que Oriente y Occidente presentan realidades muy distintas. Solo tendríamos que pararnos a observar la situación vivida en muchos, muchos países de África, Asia y América, por ejemplo. Verdaderas aberraciones cimentadas en la desigualdad. La segunda es que es cierto que, por suerte, en Occidente la gravedad del asunto se ha visto mermada en el último siglo, pero no podemos estar ciegos ante la presencia de dicha discriminación en determinadas sociedades –rurales, de bajo alcance educativo,…-. Mientras una sola mujer se vea discriminada el problema sigue estando presente. Y la tercera es que, hay ámbitos casi invisibles en los que sigue presente dicho estigma. Incluso tratándose de una gran ciudad, de un ámbito educado y formado, moderno, profesional,… seguimos estando amenazadas por mil matices que nos colocan en posición más baja e indefensa. Esta última idea es uno de los temas sobre los que más me gusta hacer hincapié cuando enseño, precisamente por su aparente inexistencia, por la normalidad que se le da a ciertos comportamientos, porque hasta que una mujer no se abre a ti con ese sentir, no te percatas de ello, seguramente.

La discriminación está aún presente, en efecto, tanto en lo más intrínseco y  humano, como en lo material: el mundo laboral, las relaciones sociales,… La presencia entonces de luchas por la igualdad sigue resultando necesaria y de ahí que existan aún movimientos feministas que se dejan la piel en el intento. Lo sé. Lo sabemos. Grito por una reforma laboral por ejemplo que revise horarios, derechos, sueldos,… no igualitarios y producto de cualquier tipo de discriminación, la de sexo por supuesto. Pero al tiempo, más allá de temas como ese, huyo de los radicalismos. Doy portazo a los extremos y el feminismo exacerbado me parece uno de ellos. Me explico. No sería consecuente si despreciando el machismo como lo hago, no hiciera lo propio con el feminismo. Lo más suave que puedo decir es que existe uno porque existe el otro; por lo tanto la desaparición del feminismo surgiría por la evaporación del machismo. Fin del problema y descanso. Anhelo ese momento, que sé que por tiempo no verán mis ojos. No sé si por alguna otra razón, pero por tiempo, seguro que no.

Creo que ha quedado suficientemente clara mi postura al respecto. Por lo tanto ya puedo ofrecer otra que se basa en mi más firme defensa del respeto a las diferencias existentes entre hombres y mujeres. Signos de identidad a los que no debemos volver la cara. Para empezar porque no conseguiríamos nada al hacerlo, pero sobre todo porque nos dan la clave para comprendernos y respetarnos, para empatizar entre nosotros y para convivir en mayor armonía. La genética, la anatomía, cuerpo y mente, sexualidad,… Física y química, marcas de nuestras diferencias que desembocan en comportamientos que también pueden diferir. La ciencia nos ilustra sobre los componentes físicos que nos distinguen. Muestra no solo lo evidente, una anatomía concreta, unos órganos sexuales determinados, unos desarrollos hormonal y físico distintivos, etc. Nos explica igualmente las diferencias de nuestros procesos mentales, de la estructura de las partes emocionales y puramente intelectuales de nuestros cerebros. Nos ilustra sobre la relación entre lo anatómico y lo actitudinal, sobre las causas de algunas de nuestras reacciones. Es imposible que en ello se presente igualdad, porque no lo somos. No somos iguales y pretender disimular dichas diferencias sería negar nuestra identidad.

¿A dónde quiero llegar? Pues a que luchar por la igualdad no supone eliminar de un plumazo lo que nos hace diferentes. Supone respetarnos a pesar de aquello que no nos iguala. Si pretendemos tal cuestión en función de nuestra raza, nuestra religión, nuestra cultura,… ¿por qué nos cuesta tanto en función de nuestro sexo? Seguramente que muchos me dirían que no es para tanto, pero sí lo es. Lo es mientras una sola persona, hombre o mujer, no admita aunque lo desconozca, que en ocasiones nos comportamos de un modo concreto como consecuencia de alguna de nuestras peculiaridades de sexo. Voy a poner dos ejemplos. Salvo excepciones, se sabe que el cerebro de los hombres desarrolla su lado intelectual más ampliamente que el emocional. Eso provoca que sean más capaces para resolver sus asuntos sin mezclarlos entre sí, esto es, como si de compartimentos estancos se tratasen. Dicha característica ha desembocado muchas veces en la afirmación por parte de muchas mujeres de la ausencia de sensibilidad. ¿Cómo puedes olvidarte de ese problema y seguir con tus cosas como si nada? Me apuesto el cuello a que la mayoría de los hombres lo han escuchado más de una docena de veces. Se debe a una absoluta incomprensión de una capacidad o habilidad nacida de una peculiaridad puramente masculina. Eso no los tacha de insensibles, de despreocupados ni de rocas inertes. Simplemente son capaces de hacerlo en ese momento y de enfrentar el otro problema a su debido tiempo y con la gravedad y urgencia que ello requiera. El otro ejemplo va de nosotras y se basa igualmente en la más total falta de admisión, asunción y comprensión de una peculiaridad femenina. Del lado contrario se encuentra nuestro desarrollo cerebral emocional y su consiguiente componente hormonal. Juro por lo más valioso para mí que me encanta ser mujer, pero que en determinados momentos de mi vida vendería un lote de mis hormonas al mejor postor. Al igual que un hombre cuenta con las suyas, las mujeres contamos con las nuestras y se da la circunstancia de que varían de proporción y presencia varias veces al cabo de un mes. Esto origina unas bajadas y subidas de niveles que son para volverse locas. La serotonina, por ejemplo, es esencial en el ánimo de un ser humano para poder enfocar su día a día. Pues bien, su presencia disminuye durante el ciclo menstrual, lo que provoca cuadros de ansiedad, irritabilidad y hasta depresión. No está en nuestra mano. Ojalá. Y por lo que a mí respecta, me encantaría que no sucediese. Viviría mucho más tranquila sin que mis emociones variaran también por ese motivo y no digo ya si me puedo librar de la frasecita de: “seguro que estás menstrual”.  ¿Se puede imaginar alguien lo que se siente al estar expuesta cada mes a caer en la tristeza, por ejemplo? Doce veces al año. Entender que somos mujeres, que físicamente somos así y que nuestro ánimo se encuentra a su merced es imprescindible para, como dije antes, aceptar, asumir y empatizar.

Igualdad, pero admisión de nuestras diferencias. Sin eso nada. Las hay y son bonitas, y  nunca, nunca, piedras para arrojar al otro bando. Yo quiero ser tratada como una mujer. Trabajaré igual que un hombre, pediré lo mismo, pero en ámbitos determinados quiero seguir siendo tratada como una mujer. Y pretendo lo mismo al  contrario, para seguir comprendiendo a los hombres.





Prohibido generalizar o el peligro del arma arrojadiza



Asumido lo anterior, peleo también por la no generalización. Sé que esas consideraciones pueden llevar a pecar de ello precisamente: comportamientos masculinos VS comportamientos femeninos. Pero es aquí donde deberíamos estar finos. El tratamiento de un tema de comportamiento social pasa inevitablemente por la práctica de la generalización como única forma de observar y opinar sobre él, sí. Sin embargo no es nada nuevo admitir que se trata de una arma peligrosa. ¿Por qué? En primer lugar pierde cierto rigor, en segundo lugar es fácil de utilizar para arrimar el ascua a la sardina de nuestra propia opinión y en tercer lugar hay determinados temas para los que resulta una práctica altamente peligrosa.

He de concretar que los tiros van hoy por dos afluentes que me han conducido a un mismo río: opinar sobre el tipo de vida que lleva alguien, y en concreto sobre el tipo de vida que puede llevar una mujer como yo, en mi contexto, de mi edad, en mis circunstancias,… Personalizado queda porque me resulta imposible despegarme de mí misma, cuando lo que estoy ofreciendo es una visión propia, naturalmente. Dicho esto, me digo: ¿qué peligro tiene generalizar en las opiniones de estos tintes? Hablamos de mujeres, hablamos de hombres, hablamos de interacción entre nosotros y lo hacemos siempre, como es comprensible, según cómo nos ha ido y nos va la feria en ello. Por ese motivo, desde una experiencia particular formulamos un juicio general. Y no me sirve tampoco que el material de consulta recogido, que los ejemplos que empleemos sean varios, bastantes, muchos incluso,… no. Porque mientras se nos presente uno solo, uno, que sea nota discordante y excepción creo que es de justicia tratar por todos los medios de huir de las generalizaciones. Esa persona podría sentirse herida, injustamente tratada, ofendida e incluso insultada. Y prefiero, esto ya es una tendencia muy particular, dejar a varios culpables en la calle que meter a un inocente en la cárcel.

No pienso generalizar, pues. Trataré de respetar las diferencias sin caer en expresiones como: “los hombres son…”, “las mujeres son…” Son expresiones despectivas. Pero no solo eso. Son básicas, por cuanto no ahondan en los porqués, así como por no prestar la atención merecida a ese hombre o a esa mujer en concreto. Eso por no hablar de que nos perdemos las delicias de conocerlo específicamente.





La reivindicación de ser tratada individualmente



Va quedando claro que cuando llevo una acción a cabo o cuando pronuncio unas palabras concretas pido, exijo, reivindico que se tenga en cuenta que son mis actos y mis expresiones las que se ponen o no en tela de juicio. Correctas o erróneas, no son las de una mujer sin identificar. Habrá en ello tintes femeninos, por supuesto, como ya planteé antes, pero contarán con mi rúbrica, la de María, y serán fruto de mis vivencias y mis circunstancias pasadas y presentes. Sin más. Y podré discutir con quien sea –que venga a cuento, claro- sobre lo que he dicho y hecho. Y me expondré a puntos de vista contrarios, como es natural, surgidos estos de sus propios sentires y pensamientos. Es así, ¿no? De ahí provienen. Y claro, me pregunto entonces: si yo he de admitir que una opinión ajena provenga de la particularidad de pensamiento de otro y de sus experiencias individuales, ¿por qué no he de ser yo considerada como ente individual?, ¿por qué he de comerme lo general y no ser tratada desde mi postura particular? Aquí es donde quería llegar.

Resulta paradójico que en los tiempos del individualismo, en su extensión más negativa, caigamos en lo contrario al convivir con modos de vida distintos. Nos pasamos el día generalizando en nuestras críticas: Todos los hombres son; todas las mujeres son; los funcionarios son; los políticos son; los profesores son;… Tan habitual como abrir la boca para emitir un juicio y tan nocivo como alimentar el mal que una colectividad pueda padecer. Si entre el gremio de funcionarios, por ejemplo, existen trabajadores incompetentes, aquellos que se dejan la piel en su profesión sufrirán de un agravio tal que llegará un momento en el que se pregunten para qué van contracorriente, si van a ser condenados injustamente. Si entre los hombres existen aquellos que se igualan a las mujeres, huyendo de los tópicos, en las tareas que por tradición se les asignaban a estas, y no dejan de escuchar su falta de interés, actitud o aptitud al respecto, llegará un momento que su hartazgo toque cotas altísimas; como respuesta podremos llegar a oír lo mismo pero a la inversa, atacando al bando femenino entre los tópicos. Podría seguir con más ejemplos, pero todos ellos me llevarían a concluir que con dichas acciones cultivamos el campo de la desigualdad.

Por todo lo anterior, reivindico a mis cercanos y no tanto, que si en algún momento han de atribuirme un comportamiento o discurso reprobable, lo hagan en virtud de mí misma y de mis rasgos individuales, pero nunca desde mi condición de mujer, pseudo-funcionaria, profesora,…etc… No como parte de una colectividad, porque no me hago responsable de los actos de todos, sino de los míos. Y me agoto en ello, lo prometo.





No se puede complacer a todos o tampoco hace ninguna falta



Medallas y castigos por ser quien soy, decía. O no, tal vez se trate de que nadie haya de ponerme ni condecoraciones, ni orejas de burro. Entre la crítica, la opinión, la ayuda a crecer y a ser mejor de quienes te quieren bien, y el juzgar alegremente por ser distinto hay una kilometrada similar a la del Canal de la Mancha. Lo que hacemos cada uno de nosotros en nuestro día a día, el cómo abordamos nuestros problemas, el cómo solucionamos lo cotidiano,… sea lo que sea lo que compone nuestra existencia es individual e intransferible. No creo que haya dos vidas iguales, puesto que no hay dos seres idénticos y eso ya hace que no sean experiencias espejo.

Hasta no cumplir cierta edad no hube de enfrentarme con disonancias de ese tipo. Ni siquiera fui consciente hasta entonces de que podría darse el caso de que hasta los hechos más simples fueran juzgados por los demás. Cuando vamos construyendo nuestra vida y esta se va asentando en el tiempo no es difícil caer en el pensamiento de que nuestra forma de hacer las cosas es, digamos, la normal. Las costumbres hacen leyes, por lo que actos ajenos que no hacemos o no haríamos nos hacen fruncir el ceño e incluso nos provocan extrañeza o disgusto. Y simplemente son distintos. Es física, material, intelectual y emocionalmente imposible complacer a todo el mundo. Jamás. Pero es que además no tenemos por qué hacerlo. Y ahondo algo más: no deberíamos caer en eso nunca. Resulta tremendamente tóxico, nos anula como personas y nos hace perder la conciencia de quiénes somos.

He de confesar que siempre he sido vulnerable a la opinión de los demás. A un nivel no muy profundo de la gente en general. A otro de mucha más relevancia de mi entorno próximo. Y muy enraizadamente de las personas a las que quiero. Siempre me afectó pensar que puedo llegar a fallarlas y a decepcionarlas y cuando tengo una impresión así suelo ser bastante dura conmigo misma. Los años me han obligado a tratar de ponerme un velo protector al respecto. Estoy aún en ello, no soy en absoluto inmune, especialmente con el estadio más profundo, pero he de decir también que determinadas vivencias me han llevado a replantearme esa tendencia mía. ¿Qué me ha llevado a ello? El tener que levantarme del suelo cuando no he podido apenas andar. Y es que cuesta mucho ponerse en pie cuando vives ciertas experiencias. Cuesta hacer las cosas por una misma, sola y sin apoyos inmediatos. Cuesta hacer como que no es para tanto y pelearte con tus demonios. Cuesta no quejarse porque el sentido común te dice que de verdad hay vivencias infinitamente más duras. Cuesta saber quién eres cuando la vida te cambia tu idea de ti misma. Cuesta ponerte el mundo por montera. Cuesta mantener lo más bonito y puro de ti, cuando sabes que la supervivencia para por bajar a pelear a la arena cada día. Cuesta admitir que no vas a agradar a todo el mundo, ni a llevarte su beneplácito, pero cuesta más aprender a decirte que no debes moverte por ello y que no necesitas el beneplácito de todos en todo.

Darse cuenta de todo ello y saber que siempre va a haber quien te diga: “¡Uy!, ¿y eso?; antes no hacías esas cosas”, surge cuando en momentos realmente duros miras a tu lado y ves que la que no pueda dejar de llorar o de buscar una solución a un problema, de gestionar un asunto o de dar vueltas en la cama por no poder dormir eres tú misma. Nadie viene a darte la solución, por lo que nadie está en tu piel. Eso es la vida adulta, desde luego. Y por ello nadie habrá de venir a juzgar esto o lo otro. Casa una de las cosas que hago y de las decisiones que tomo las llevo a cabo, importantes o no, adecuadas o no, por mí misma. Puede no cuadrarle a alguien, puede resultar novedoso en mí, chocante,… pero con todas y cada una de ellas tan solo trato de ser yo misma: una mujer poliédrica en la que una faceta no tiene porqué oscurecer a otra. Todos tenemos mil lados, ¿por qué han de ser unos reprobables y otros no? No creo que el concepto de las acciones humanas correctas o incorrectas parta siempre de quién las lleva a cabo, sino que también creo que residen en los ojos que las miran y/o juzgan y en su susceptibilidad a caer en los estereotipos. Repito, si han de juzgarme, si eso fuese necesario, espero que quien sea tenga en cuenta todo el conjunto de mis rasgos.



Soy una mujer, una, ni mucho menos todas; no respondo a tópicos ni a estereotipos; si sonrío o me arreglo no es porque quiera ligar, ni buscar atenciones, aunque me agrade un piropo elegante y me entusiasme de quien me mueve el piso. Soy adulta, con una experiencia determinada y ninguna otra, por lo que mis actos son fruto de quién soy hoy, ni una niñata ni una ancianita de vuelta de todo. Me dedico a enseñar, pero lo hago a mi modo y mucha entrega, porque no hay una forma común para todos los que se dedican a esto y entre las buenas frutas hay manzanas podridas que no compro y con las que no quiero ser confundida. Tengo una mochila a mis espaldas, buena, mala o regular, pero es la mía y la de nadie más; he salido de mis cosas como he podido, pero no pretendo tener la verdad absoluta de las cosas, aunque sea firme en mis aportaciones. He tenido que sufrir y/o alegrarme por determinadas vivencias, a mi forma, no a la del resto; pero ni soy más afortunada que el resto por lo bonito que hay en mi vida, ni he sufrido más que nadie en mis lamentos. Me gustan las letras, la cultura, aprender,…pero no soy solo un ratón de biblioteca; también me gustan los placeres mundanos. Soy coqueta, me gusta vestirme, peinarme, maquillarme, sentirme guapa… y me doy mil vueltas porque no acabo de sentirme del todo satisfecha –ninguno lo estamos-, pero no soy solo una imagen a medir, ni busco una cierta reacción tópica en hombres y mujeres. Me gusta pasar tiempo con mi gente,… pero adoro la intimidad de mi hogar. No he sido madre, pero me habría encantado y me encantaría, por lo que disto mucho de ser un prototipo de mujer acomodada a una vida sin esa preciosa responsabilidad;… Soy entonces una mezcla de todo ello y no creo que se trate de elegir entre ser de una forma u otra. Pensándolo bien, siempre he tendido a ser un tanto ecléctica, por chocantes que resulten determinados gustos. Por lo tanto: ¿por qué habría de limar, equilibrar o disimular parte de mis características?, ¿para no ser acaso blanco de opiniones? Cualquier tipo de adulteración me haría huir de mí misma y de quien soy. Y eso llevo trabajándolo toda mi vida. Ahora es cuando consigo no esconderme, ni nublarme, ni taparme. Ahora es cuando soy consciente de qué tengo que trabajar más profundamente en mí, de cuáles son mis talones de Aquiles y de que durante mucho tiempo infravaloré partes de mí misma. Aún hay restos, quizá por eso grito: esta soy yo y lucho cada día con la idea de que es imposible que complazca a todo el mundo.




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