LA EDUCACIÓN DE UN PAÍS NO ES SINO EL REFLEJO DE LA SOCIEDAD QUE LO HABITA (Primera parte)
By María García Baranda - octubre 08, 2016
LA EDUCACIÓN DE UN PAÍS NO ES SINO EL REFLEJO DE LA SOCIEDAD QUE LO HABITA
Amanecí con la noticia de la hospitalización de una pequeña a causa de la paliza recibida a manos de un grupo de niños de entre doce y catorce años de edad. Sucedió en el patio de su colegio, durante el recreo. La niña había cogido "su" pelota.
(Primera parte)
Amanecí con la noticia de la hospitalización de una pequeña a causa de la paliza recibida a manos de un grupo de niños de entre doce y catorce años de edad. Sucedió en el patio de su colegio, durante el recreo. La niña había cogido "su" pelota.
Esta es la noticia de hoy. Espeluznante. Repugnante. Mañana habrá otra. Ayer también hubo. No creo que nadie con sentido común se quede impasible ante un hecho así. Las redes sociales hoy ardían. Intercambiábamos opiniones e indignación al respecto de un problema especialmente delicado, porque son nuestros niños, porque marca de por vida y destruye seres. Leía preguntas que muchos nos haremos. ¿Qué es lo que pasa?, ¿qué falla?, ¿padres, profesores,...? Y yo respondo: la sociedad. Falla la sociedad, pero desde una dimensión que ni nos imaginamos.
No soy madre, aunque sí soy tía. Antes de serlo ya me sentía especialmente enternecida y concienciada con los niños, con su mundo y con sus necesidades. Y soy docente. Llegan a mí siendo niños, con los doce recién cumplidos y se van siendo adultos, a los dieciocho o veinte años. Cada curso pasan directamente por mis manos entre ochenta y cien alumnos. E indirectamente muchos más. Y cualquiera puede preguntarme al terminar el curso, pero garantizo que, salvo alguna contadísima excepción, sé quiénes son, cómo son, qué sienten y cómo sienten. Puede quedar fuera de toda duda, por tanto, cuál es mi postura y mi grado de implicación ante el acoso escolar. Responsable como familia, como docente y como ente social.
Mi labor profesional hace que naturalmente me plantee y replantee el asunto con una profundidad y sentido de la responsabilidad considerables y fácilmente esperables por todos. Sin embargo, soy consciente de que cada persona es un mundo y de que muchos pensarán que no todos los docentes actuaremos del mismo modo. Lo sé. Cuento con ello. Cuento con que habrá verdaderos todoterrenos en este campo a la hora de detectar y solucionar casos de acoso, así como quien no se entera de la misa la media o no quiere enterarse. O no sabe. O... mejor me callo. Pero es que, señores míos, hay un hecho fundamental que parece que olvidamos y es el de que un profesional de un campo cualquiera es también, o mejor dicho, antes que eso, persona. Y la calidad como ser humano suele influir sobre manera en su proyección profesional, especialmente en aquellas en las que trabajamos con los aspectos más humanos de la sociedad. Esa es la cuestión: un profesor es un ser social.
Y ser social es el padre y la madre. Y el niño acosado. Y el acosador. Y el director del centro educativo y el profesor de turno. Y retomo la pregunta que antes formulé y casi todo el mundo se hace: ¿fallan los padres o los profesores, o...? Lo dije, falla la sociedad. Entera. Y lo hace desde el mismo momento en el que la reacción natural es la de depurar responsabilidades, lanzar la patata caliente y hacerse con un culpable. Así funciona nuestra sociedad, calmando las heridas una vez que se castiga al responsable. Pero la niña agredida, con sus ocho años y una marca vitalicia, sigue convaleciente. Y me temo que lo estará por mucho tiempo. No es indignación lo que deberíamos sentir, sino vergüenza de lo que somos y de aquello en lo que nos convertimos.
La niña fue golpeada durante el recreo y ningún docente lo vio. Y a mí me vienen a la cabeza mis recreos, con casi setecientos alumnos y dos profesores de guardia recorriendo las instalaciones. Dos profesores, porque no hay para más, porque no se da abasto y hay que estar en veinte sitios a la vez en tan solo veinte o treinta minutos. Y necesitaríamos más personal, pero las autoridades educativas nos dicen que no, que una clase puede tener a treinta y seis alumnos más un 10% si las necesidades obligan. Y sí, el aula tal vez los acoja, pero mi capacidad de dedicación para saber cómo llegan esos alumnos a clase ese día, si duermen, si están preocupados, si son felices,... esa capacidad merma. Cincuenta minutos con treinta y tantos alumnos de hoy en día, hijos de esta sociedad enferma física y emocionalmente, repletos de carencias y necesidades, esos minutos, no son ni por asomo suficientes. Pero hay a quien no le importa, porque vivimos bien y trabajamos pocas horas. Y a mí las horas me las traen al pairo, lo que me importa es tener menos alumnos en el aula para que lo que hago sirva de algo. Pero no es rentable. Cuesta dinero.
Y los padres necesitan nuestra ayuda. Y a la inversa. Porque están asistiendo a la crianza de hijos violentos o hijos asustados, según el caso. Con mil trastornos, con estrés, con patologías de película imposibles de imaginar en un niño o adolescente. Deprimidos, psicotizados,... Y esos padres, impotentes, nos miran inquisitivos, algunos pidiendo socorro y otros acusándonos. Y nosotros no podemos detenernos, y lo hacemos sin embargo, en educar lo esencial que ha de venir adquirido de casa. Pero como digo, lo hacemos. Y dejo de dar esa clase de Lengua, y el otro de Sociales, porque alguien ha llamado maricón a Lorca o ha dicho que Hitler era el puto amo. Y cerramos los ojos para coger aire y seguimos oyendo críticas, que en gran parte de los casos provienen de la desesperación de aquellos a quienes se exige trabajar todas las horas del mundo antes de llegar a casa a preguntar a su hijo cómo se siente. Y agotados en mente y cuerpo, saturados por presiones económicas, resignados a una vida que no pinta como supusieron, asisten a una conversación en la que sus pequeños les cuentan desasosiegos que seguramente no acusarían ni mencionarían, si tan solo pudieran pasar la tarde relajadamente con sus padres y obtener su tiempo y atención. Pero han de aguantar. Unos y otros. Porque además se oye a quiénes están al mando pedirnos compromiso, dedicación y esfuerzo, mientras apretamos los dientes sabiendo que ese esfuerzo tiene como única finalidad seguir proporcionando el colchón de una buena vidorra a quienes nos piden ese esfuerzo. Y seguir manteniendo el circo en pie.
Y habrá campañas contra el acoso escolar, gastos en publicidad, chapas, panfletos y actos varios contra el bullying. Charlas de concienciación para defenderse y denunciar los casos detectados. Y sí, en efecto, hace falta, pero es una lástima quedarnos tan tranquilos porque hemos invertido con conciencia en vendas y en analgésicos, cuando podíamos impedir la enfermedad antes de que brotara. Enseñamos a que se defiendan y a que lo cuenten, cuando en casa, aula y calle, debemos enseñar a que no se acose. Enseñamos a defenderse de una violación o de un maltrato. Y a denunciar. Y tenemos que enseñar a no violar y a no agredir. Pero, ¿saben qué?, que eso hemos de hacerlo hasta en los gestos más inconscientes.
Comentar el hecho que ha provocado que hoy escriba sobre ello, preguntando únicamente a quién se va a castigar y qué se va a hacer, fomenta caracteres y comportamientos individualistas, enquistados en rencor y violencia de espíritu. Criticar a los padres de los acosadores y pedirles razones, aviva el enfrentamiento y caldo de cultivo para que en sus casas esos niños enraicen su rabia aún más. Culpar a los profesores es desoír lo que llevamos vaticinando durante años, además de derivar la labor que juro que no podemos realizar con la necesaria profundidad.
Pero se comenta, se culpa y se critica, y son precisamente esas actitudes las que gestan niños ineducados en manos de adultos que van a lo suyo, que miran de reojo pensando el "primero yo", que se sienten frustrados porque se tira demasiado de su cuerda. Y toda la maquinaria lo favorece: recortes en necesidades básicas; robos y corrupción de quienes manejan nuestros presupuestos; menos y peor trabajo; más horas fuera de casa; entretenimientos que entontezcan a las gentes para que no piensen; estímulos ociosos para la segregación por raza, sexo, nivel económico,...; competitividad insana; desprecio de todo aquello que no dé dinero, véanse la cultura y la educación,...
¿Qué podemos esperar de una sociedad que deambula por la calle con el ceño fruncido, que no tiene tiempo de pensar en estas cosas, que ha tirado la toalla, que pisa sin mirar bajo sus pies porque eso va por turnos, que se aprovecha de los fallos de los demás, que se siente menos pequeño cuando ve a otro más aún, que grita "pega antes de que te peguen", que sigue potenciando un sistema que le vuelve la cara a la Educación cada día y en todos los contextos posibles? Yo no me imagino, francamente, casos de acoso como el de esta semana en una escuelita de una aldea africana o de un pueblo remoto de América del Sur. Saquen ustedes sus propias conclusiones.
La educación de un país no es sino el reflejo de la sociedad que lo habita. ¿Es esta la educación que queremos? Ya sabemos por dónde hemos de empezar y creo que es no alimentando a la bestia. Por mi parte, yo sigo con mi guerra, pero sola no puedo.
Y ser social es el padre y la madre. Y el niño acosado. Y el acosador. Y el director del centro educativo y el profesor de turno. Y retomo la pregunta que antes formulé y casi todo el mundo se hace: ¿fallan los padres o los profesores, o...? Lo dije, falla la sociedad. Entera. Y lo hace desde el mismo momento en el que la reacción natural es la de depurar responsabilidades, lanzar la patata caliente y hacerse con un culpable. Así funciona nuestra sociedad, calmando las heridas una vez que se castiga al responsable. Pero la niña agredida, con sus ocho años y una marca vitalicia, sigue convaleciente. Y me temo que lo estará por mucho tiempo. No es indignación lo que deberíamos sentir, sino vergüenza de lo que somos y de aquello en lo que nos convertimos.
La niña fue golpeada durante el recreo y ningún docente lo vio. Y a mí me vienen a la cabeza mis recreos, con casi setecientos alumnos y dos profesores de guardia recorriendo las instalaciones. Dos profesores, porque no hay para más, porque no se da abasto y hay que estar en veinte sitios a la vez en tan solo veinte o treinta minutos. Y necesitaríamos más personal, pero las autoridades educativas nos dicen que no, que una clase puede tener a treinta y seis alumnos más un 10% si las necesidades obligan. Y sí, el aula tal vez los acoja, pero mi capacidad de dedicación para saber cómo llegan esos alumnos a clase ese día, si duermen, si están preocupados, si son felices,... esa capacidad merma. Cincuenta minutos con treinta y tantos alumnos de hoy en día, hijos de esta sociedad enferma física y emocionalmente, repletos de carencias y necesidades, esos minutos, no son ni por asomo suficientes. Pero hay a quien no le importa, porque vivimos bien y trabajamos pocas horas. Y a mí las horas me las traen al pairo, lo que me importa es tener menos alumnos en el aula para que lo que hago sirva de algo. Pero no es rentable. Cuesta dinero.
Y los padres necesitan nuestra ayuda. Y a la inversa. Porque están asistiendo a la crianza de hijos violentos o hijos asustados, según el caso. Con mil trastornos, con estrés, con patologías de película imposibles de imaginar en un niño o adolescente. Deprimidos, psicotizados,... Y esos padres, impotentes, nos miran inquisitivos, algunos pidiendo socorro y otros acusándonos. Y nosotros no podemos detenernos, y lo hacemos sin embargo, en educar lo esencial que ha de venir adquirido de casa. Pero como digo, lo hacemos. Y dejo de dar esa clase de Lengua, y el otro de Sociales, porque alguien ha llamado maricón a Lorca o ha dicho que Hitler era el puto amo. Y cerramos los ojos para coger aire y seguimos oyendo críticas, que en gran parte de los casos provienen de la desesperación de aquellos a quienes se exige trabajar todas las horas del mundo antes de llegar a casa a preguntar a su hijo cómo se siente. Y agotados en mente y cuerpo, saturados por presiones económicas, resignados a una vida que no pinta como supusieron, asisten a una conversación en la que sus pequeños les cuentan desasosiegos que seguramente no acusarían ni mencionarían, si tan solo pudieran pasar la tarde relajadamente con sus padres y obtener su tiempo y atención. Pero han de aguantar. Unos y otros. Porque además se oye a quiénes están al mando pedirnos compromiso, dedicación y esfuerzo, mientras apretamos los dientes sabiendo que ese esfuerzo tiene como única finalidad seguir proporcionando el colchón de una buena vidorra a quienes nos piden ese esfuerzo. Y seguir manteniendo el circo en pie.
Y habrá campañas contra el acoso escolar, gastos en publicidad, chapas, panfletos y actos varios contra el bullying. Charlas de concienciación para defenderse y denunciar los casos detectados. Y sí, en efecto, hace falta, pero es una lástima quedarnos tan tranquilos porque hemos invertido con conciencia en vendas y en analgésicos, cuando podíamos impedir la enfermedad antes de que brotara. Enseñamos a que se defiendan y a que lo cuenten, cuando en casa, aula y calle, debemos enseñar a que no se acose. Enseñamos a defenderse de una violación o de un maltrato. Y a denunciar. Y tenemos que enseñar a no violar y a no agredir. Pero, ¿saben qué?, que eso hemos de hacerlo hasta en los gestos más inconscientes.
Comentar el hecho que ha provocado que hoy escriba sobre ello, preguntando únicamente a quién se va a castigar y qué se va a hacer, fomenta caracteres y comportamientos individualistas, enquistados en rencor y violencia de espíritu. Criticar a los padres de los acosadores y pedirles razones, aviva el enfrentamiento y caldo de cultivo para que en sus casas esos niños enraicen su rabia aún más. Culpar a los profesores es desoír lo que llevamos vaticinando durante años, además de derivar la labor que juro que no podemos realizar con la necesaria profundidad.
Pero se comenta, se culpa y se critica, y son precisamente esas actitudes las que gestan niños ineducados en manos de adultos que van a lo suyo, que miran de reojo pensando el "primero yo", que se sienten frustrados porque se tira demasiado de su cuerda. Y toda la maquinaria lo favorece: recortes en necesidades básicas; robos y corrupción de quienes manejan nuestros presupuestos; menos y peor trabajo; más horas fuera de casa; entretenimientos que entontezcan a las gentes para que no piensen; estímulos ociosos para la segregación por raza, sexo, nivel económico,...; competitividad insana; desprecio de todo aquello que no dé dinero, véanse la cultura y la educación,...
¿Qué podemos esperar de una sociedad que deambula por la calle con el ceño fruncido, que no tiene tiempo de pensar en estas cosas, que ha tirado la toalla, que pisa sin mirar bajo sus pies porque eso va por turnos, que se aprovecha de los fallos de los demás, que se siente menos pequeño cuando ve a otro más aún, que grita "pega antes de que te peguen", que sigue potenciando un sistema que le vuelve la cara a la Educación cada día y en todos los contextos posibles? Yo no me imagino, francamente, casos de acoso como el de esta semana en una escuelita de una aldea africana o de un pueblo remoto de América del Sur. Saquen ustedes sus propias conclusiones.
La educación de un país no es sino el reflejo de la sociedad que lo habita. ¿Es esta la educación que queremos? Ya sabemos por dónde hemos de empezar y creo que es no alimentando a la bestia. Por mi parte, yo sigo con mi guerra, pero sola no puedo.
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