LA EDUCACIÓN DE UN PAÍS... (Segunda parte)

By María García Baranda - octubre 11, 2016




     (Primera parte) 





LA EDUCACIÓN DE UN PAÍS NO ES SINO EL REFLEJO DE LA SOCIEDAD QUE LO HABITA
(Segunda parte)







    Quizás haya solamente una cuestión en la que estamos todos de acuerdo y es en la urgencia de remodelar no solo nuestro sistema educativo, sino anterior y esencialmente los pilares en los que habría de sustentarse dicha reforma: familia, Estado, opinión pública; esto es: sistema social. Mal podríamos alcanzar el éxito educativo de nuestros jóvenes, si consideramos que el proceso de enseñanza-aprendizaje empieza y termina en las dependencias de los centros educativos. Y es de toda lógica.

VISIÓN DE UNA DOCENTE



   Imaginen a un paciente que visita una clínica de adelgazamiento una quincena al año. Allí se le somete a una dieta equilibrada, se le enseña a comer adecuadamente y se le induce a practicar ejercicio físico que contribuya a su mantenimiento. Al salir, el paciente ha aprendido los beneficios de una dieta saludable, ha adelgazado unos kilos y, por ende, se encuentra más a gusto consigo mismo. Pero al llegar a su casa, su entorno prepara cada día una dieta basada en grasas y carbohidratos, y él participa de ella. Sus amigos salen cada tarde a tapear y a tomar algo, y él hace lo propio. Y todo ello, debido a que ahora se lo puede permitir, porque ya va de vez en cuando a una clínica y allí lo cuidan. El resultado es el absoluto desperdicio de esas mejoras y el retroceso constante de sus avances. Pues eso es exactamente lo que sucede con un alumno que es educado única o principalmente en las aulas. Será esa una labor no solo insuficiente, sino de fácil evaporación. La razón principal no es otra que la de que las influencias más potentes para él se encuentran en su entorno principal, familia y amigos, y es que se basan en los vínculos emocionales, durísima competencia con la ejercida por un profesor que marca, limita derechos, exige trabajo, estudio y plazos,...

    A la vista de todo lo anterior, como docente sé que mi función de enseñante ha de ir de la mano con la de educadora. Dado que enseño en Secundaria, la presencia de la segunda debería ser menor que la de la de la primera. Es decir, yo enseño Lengua y Literatura, por lo que habría de darse por hecho mi innecesaria dedicación a educar en lo más básico a mis alumnos: cómo comportarse, cómo respetar a los demás, cómo ser comprensivos, empáticos y solidarios,...y un largo etcétera. Pero aún así lo hago en función de las necesidades. Tengo la suerte de dar con alumnos que llegan a mí sin ninguna carencia al respecto; al contrario, exquisitos en el trato diario y con la naturalidad propia de su edad. Otros, en cambio, necesitan aún ser muy guiados, porque mucho me temo que presentan esos déficits  desde su infancia y en su hogar. Y lo hago con gusto. Porque sin esa base el resto no tiene sentido. Porque me sale de dentro. Porque creo que esa educación ha de ser continua, constante, ilimitada y sumativa. Y porque es bonito llevarla a cabo. Y no me cuesta. Pero sé que no me compete, que parcheo la tarea no realizada en su contexto personal y que mientras me ocupo de ello, estoy restando dedicación a su aprendizaje puramente educativo. Mi labor, pues, no solo será insuficiente, sino contraproducente a este último respecto.

ASUNTOS DE FAMILIA


   "De padres gatos, hijos michines", reza el dicho. Y salvo excepciones, así suele ser. De indiscutible resultado es el proceso de enseñanza de unos padres que no cejan en su empeño. Jamás va a saco roto. Y tiene unas consecuencias deliciosas y fácilmente perceptibles. Y, desgraciadamente, el caso contrario se detecta igualmente. Sirva el ejemplo algo que viví hace unos días. Pasado sábado a la hora de comer en un restaurante de mi ciudad. A la mesa mi madre, mi hermano y mi cuñada, mi sobrina y yo. Al rato la mesa de al lado, se vio ocupada por dos matrimonios con sus respectivas parejas de hijos. Nada más llegar hubo un rasgo que captó mi atención y fue que las caras de los dos chicos estaban pegadas a las pantallas de sus móviles. Estaban allí sentados para disfrutar de un rato ameno y en familia, y una sabrosa comida. Y sin embargo, no sonreían, no hablaban, no escuchaban,... estaban absortos en sus teléfonos móviles. No pude evitar comentarlo en la mesa y, aun estando todos de acuerdo, tratamos de romper una lanza a su favor. Que si era su rato de ocio, que si para estos jóvenes ese uso es como fue para nosotros el de unos sencillos muñecos. Pero torcíamos el gesto, máxime cuando habíamos oído a su madre preguntar por el wifi para su chiquillo. Algo nos decía que estábamos acertados en nuestras primeras y negativas impresiones. Continuamos comiendo. Y pasó un rato. Y casi a los postres, las dos niñas acudieron al servicio. Y tras ellas yo. Hube de esperar a la puerta junto a otra chica que allí estaba. Dada la tardanza de las niñas, que como tales con seguridad estarían jugando, llamé a la puerta. Y cual no sería mi sorpresa cuando al ver y oír mi gesto, su padre se levantó y se dirigió al servicio a la velocidad del rayo. Como un energúmeno aporreó la puerta y gritó el nombre de su hija, en mi tímpano, por cierto. A nosotras nos obvió. No hubo mirada de complicidad adulta, ni disculpas, ni calma. ¡No veía! Estupefacta y avergonzada por vía ajena, vi salir a las niñas. Y volvieron a su mesa. Lo que allí ocurrió despertaría la rabia de cualquiera. La mía y la de los míos, desde luego. El padre comenzó a reprender a su hija, a voz en grito e insultándola. Términos como "payasa", "subnormal" o "me avergüenzas siempre" salieron de su boca. Desmedido, deleznable, bochornoso, humillante y lo más alejado del concepto de educación que puede estar un comportamiento paterno. Hubo reacción en mi mesa y las palabras de mi hermano fueron: "cuando la niña sea adolescente y ante una negativa por tu parte, se te enfrente y te insulte, te preguntarás cómo son posibles tales descaro y falta de respeto; o incluso, qué le enseñan sus profesores."

   Un caso de falta de respeto y vejación, pero también los hay de dejadez, pasotismo, falta de apoyo, fomento de la inseguridad, presión excesiva,... Esto ocurrió tal cual lo he narrado. Ocurre más a menudo de lo que me gustaría y sé que todos asistimos a episodios así. Y peores, por desgracia. Como tutora recibo las visitas de padres  de todo tipo, como todo tipo de seres hay por el mundo. Muchos son maravillosos, prudentes en su labor, dialogantes con sus hijos aunque sin salirse nunca de sus papeles de padres. Colaboradores con sus profesores y grandes ejemplos a seguir. Apoyo valiosísimo, pues. Recibo también a padres dubitativos, que ante los descalabros y disparates de sus hijos me consultan, para mi sorpresa, qué hacer o si será necesario tomar alguna medida "disciplinaria" como quitarle el móvil a su hija por haberse escapado de fiesta sin permiso. Algunas hay quienes avergonzados regañan duramente en nuestra presencia a sus hijos, sin darse cuenta de que con esa actitud -seguramente practicada desde que el chaval era niño- están predicando con el ejemplo y sembrando frustración y violencia. Y otras veces recibo a quienes no admiten las faltas cometidas por sus hijos y como método defensivo, no ya de estos, sino de sí mismos, acusan la deficiente profesionalidad de los docentes, ante el temor de ser culpados ellos mismos. Solo decir que es algo de lo que no me quejo como profesional, cuento con ello y lo asumo entre mis obligaciones, al igual que entiendo la diversidad de mi clientela. Pero sí lamento, y muy profundamente, como ser integrante de esta sociedad, el flaco favor que hacen dichos comportamientos y el boicot que suponen a la educación.

   A todo el que me lee le prometo que hago actos de contrición en mi día a día. Que identifico mis fallos, algunos, y trato de enmendarlos. Otros habrán de hacérmelos ver y así lo agradeceré, porque no creo que haya otro modo de construir una sociedad adecuada. Pero del mismo modo, y por su directísima implicación, ruego la reflexión y colaboración de las familias, porque sin ellas nuestro castillo de naipes se vendrá abajo. Pidan ayuda, pierdan el pudor y sobre todo no olviden que el temor a ser vistos como imperfectos es lo que les convierte en soberbios, y la soberbia, queridos, es una de las mayores enemigas del aprendizaje.




(Continuará)








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