De pronto me estaba preguntando cómo es posible que haya personas que terminan mal con todo el mundo. A medida que pasa el tiempo y acumulamos relaciones de todo tipo, es inevitable hacer balance de ellas. Una recopilación de cuántas aún conservamos y cuántas se han ido, de cuánto nos han aportado,.... Y llega ese instante inevitable en el que pasan por la mente las personas que formaron parte de nuestra vida y que ya no están. Y ahí es donde me pregunto qué sentirá la gente que termina del peor modo con todo el mundo, incluso con aquellos con los que resulta tremendamente difícil hacerlo porque ponen en bandeja el que eso no suceda. Me vienen varios nombres a la cabeza y en todos ellos hay rasgos comunes. Rasgos que provocan inevitablemente la estampida del resto, no sin antes habérselos llevado por delante, claro. ¿Seres problemáticos? Seres que son un coñazo, más bien, diría yo. Y que acaban agotando a Dios y a su madre.
Por regla general suelen ser personas terriblemente sensibles para lo suyo, y ofensiva y obscenamente insensibles para los demás. De actos desmedidos y palabras aún más desmedidas, no ponen en consideración al resto, dado que sentirse libres para hacer o decir lo que piensan y sienten les resulta infinítamente más importante que el efecto causado en el exterior. No piensan en más, y si lo hacen, es en esa imperiosa e inmediata necesidad, que analizándola tampoco es tan importante. Pero, ¡oh, paradoja!, porque en estos casos suele darse que, contradictoria y desequilibradamente, un pestañeo puede tumbarlos y hacerles sentir terriblemente heridos. Suelen llamarlo hipersensibilidad. Yo lo llamo egocentrismo. Patológico. Y bien enraizado además. Y lo llamo así, porque en la mayor parte de los casos van como obuses a buscar el placebo que tú puedas proporcionarles, aún a costa de tu sufrimiento y con un absoluto gesto de crueldad manifiesta. Te lloran. Te tienen horas y horas a su lado secándoles las lágrimas. Te empujan a analizar a por a y be por be cada suceso de su vida por pequeño que este sea. Te tienen como un zarandillo acompañándolos aquí y allí hasta para los asuntos más nimios. Te muestran sus dolores como los más profundos, sus problemas como los más graves, sus carencias como las más acusadas. Si te fijas, suelen saber mucho menos de ti de lo que tú sabes de ellos; y eso, piénsalo, por algo será. Yendo más allá, el origen de ese egocentrismo procede de carencias propias, de autoestima débil y de una notabilísima inseguridad, lo que provoca que pongan en tela de juicio y critiquen todo cuanto son y viven los demás. Nadie hace ni dice las cosas como ellos, nadie tiene la razón, nadie... pero es que ellos tampoco. Y lo saben. Es más,... están en un lugar diametralmente opuesto a ser siquiera acertados. Ya lo siento. Y lo lamento porque esa inseguridad en sí mismos suele proyectarse en un constante y discreto -o no tanto- lanzamiento de minas antipersona a la autoestima del otro, hasta casi aniquilarlo. Si unimos todos estos rasgos, obtenenos una búsqueda del beneficio propio al precio que sea. Por más que se venda de candidez y buenos propósitos. El buen amigo, el leal, el incondicional, el apropiado, el casi-hermano.
El resultado es un estallido anunciado que espanta a todo aquel que permaneció a su lado con las mejores intenciones. Pero a la vista de tales peritas en dulce, ahora entiendo cómo hay personas que acaban como el rosario de la Aurora con todo bicho viviente. Son precisamente estos casos, el de estos individuos con los ojos puestos tan solo en su propio reflejo en el espejo y con sus espectativas en que el resto del mundo llene lo que ellos pretenden conseguir. Y todo ello con bastante prepotencia además. Pagados de sí mismos, pero con un precio que acabará dejándolos más solos que la una. Por insufribles. Y es que la soberbia nunca fue buena consejera.
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