Un niño frente al escaparate de una juguetería se queda absolutamente fascinado con el amplio abanico de posibilidades que se exhiben ante sus ojos. Andariveles de mil colores y sonidos que hipnotizan y le hacen soñar con horas de diversión infinita. Un goloso frente al mostrador de una pastelería percibe cómo se le hace la boca agua de pura esencia de azúcar. Toda gama de sabores dulces, frutales y chocolateados que hacen que se relama de gusto de imaginar el placentero atracón que habrá de darse. Un voraz lector ante una elegante librería siente como se le instalan los nervios en el estómago con solo atravesar su puerta. Ante él estanterías infinitas con la más atractiva oferta de letras de mil tamaños y de páginas de mil texturas. Olor a libros. Tacto de libros. Interminables posibilidades de historias que reflejan exóticos mundos, vidas apasionantes y finales felices.
¿Cuántos placeres tiene a su alcance el ser humano?, ¿qué inmensidad de atrayentes imanes que le permiten perderse por un rato en lugares apacibles en los que se olvida de todo y de todos? Desconexión y relajación, fuente de felicidad intensa e inmediata, placebos de vida a veces. Pero ningún niño puede recibir todos los juguetes del escaparate. Ningún goloso comensal podrá devorar todo cuanto alcanzan sus ojos sin empacharse. Ningún ávido lector podrá leer cuantas letras han sido escritas sin volverse ciego o loco. No es posible abarcar todos los deleites a nuestro alcance. Ni tampoco es necesario. Ni sano. A menos que uno esté dispuesto a perder en el intento su propia coherencia o el sentido que de esta pudiera quedarle por ahí. Y es que todo en esta vida tiene un precio y nuestro patrimonio no siempre alcanza para pagar el gasto.
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