EL VENENO DE LA FRUSTRACIÓN

By María García Baranda - noviembre 21, 2016

  
Lilli Carré


   ¿Por qué hay tantos individuos hoy en día entregados con total devoción, en cuerpo y alma, a vivir una vida que no les corresponde, una vida que no es la suya? Sé que vivir de prestado no es un fenómeno ni mucho menos nuevo. Hubo tiempos en los que las imposiciones estaban a la orden del día y en los que prácticamente la totalidad de la población había de responder a directrices ajenas. Pero pienso en el presente, en los hilos invisibles que nos sujetan por el cuello. Miro a mi alrededor y lo observo en todas sus dimensiones: hilos que otros nos atan, hilos que nos dejamos atar por no rebelarnos, hilos que no vemos o hilos que nos anudamos nosotros mismos. Al final, mucha carga de infelicidad y la búsqueda de algún desahogo. Casi siempre, vivir otra vida como remedio casero a la propia insatisfacción, a la propia frustración. 
    Tal vez sea la frustración precisamente el sentimiento que peor encaja el ser humano. Quizá por eso si nos fijamos en la vida de los demás, si nos proyectamos en otros o les dirigimos la escena, se nos haga más llevadero, ¿no es así? Pero es que a la vista de tales reacciones inmediatamente me pregunto: ¿por qué nos frustramos?, ¿por qué no sabemos encajar que no siempre las cosas resultan como pensamos y que no siempre podemos obtener lo que querríamos? Todos y cada uno de nosotros sentimos frustración puntual ante los deseos no conseguidos o ante las necesidades no cubiertas. Es tan humana como el resto de las emociones, pero el problema aparece cuando no sabemos aceptar ni gestionar dicha emoción. Hay que frustrarse, naturalmente que sí. Hay que decepcionarse, caer, analizar a que se debió todo y aprender que no pasa nada por fallar. Pero hay límites bien marcados. No hay que ser muy listo para saber que amarrarnos a ella durante un tiempo excesivo y con una intensidad desmesurada puede convertirnos en enfermos crónicos de decepción. Todo cuanto nos rodee será insuficiente, escaso, inútil, sucedáneo, monótono, mediocre, fallido, poco motivador,... Todo cuanto nos rodee y, lo que es peor, nosotros mismos.  ¡Rediós, qué agonía! Francamente, ni nadie es tan absurdo ni nada es tan negro. Pensemos que si nuestro panorama responde a esa gama cromática, rica en matices tonales de ese espectro, a lo mejor, muy posiblemente, casi con seguridad, pondría incluso la mano en el fuego,... padecemos una frustración galopante y, si me apuran, una depresión de caballo. De ese caballo galopante, nunca mejor dicho. 
    Pues visto el problema, tiremos del hilo, porque ahora toca saber por qué no nos despegamos de esa emoción. Primero sería muy conveniente detectar a qué se debe esa sensación de fracaso absoluto. Encajar un viraje brusco del barco que es nuestra vida es tremendamente difícil y trabajoso, pero es de obligado cumplimiento el hacerse la pregunta de si es tanta la pérdida de lo que no ha salido bien o si lo que sentimos, es más bien una sensación de desconcierto por habernos quitado el juguete. Averiguar si tal vez nos empeñamos en algo que no tenía más fuerza en origen que la que le queríamos dar por el hecho de estar  persiguiendo una idea en voncreto con obsesión. No siempre lo que no sale adelante supone una experiencia tan sumamente negativa a la larga, aunque al principio nos cueste verlo; y desde luego tacharlo de fracaso es un enorme error de cálculo. Puede darse el caso de que desde el boceto inicial planeásemos erróneamente y que aunque fuésemos capaces de poner los cimientos y de levantar unos cuantos pisos de nuestro proyecto, tarde o temprano la construcción cayese. Luego no se trata de un fracaso como tal, sino de haber considerado como proyecto a lo que no debía haberlo sido nunca. Otro ejemplo podría ser el de aquel proyecto que deseamos que triunfe, pero para el que no ponemos suficiente trabajo ni esfuerzo, o de hacerlo lo enfocamos mal. Evidentemente no evolucionará y menos aún fructificará, pero de ahí a considerarnos unos fracasados hay un abismo. Entonces, ¿qué demonios nos pasa?, ¿por qué nos frustramos así?, ¿tanto nos cuesta aceptar las cosas? Absoluta y rotundamente sí, al menos si somos pacientes de un mal bastante extendido: la intolerancia.
    El mal de la intolerancia es uno de los pilares del conjunto de caracteres negativos de los seres humanos. Con una estrechísima amistad con la prepotencia, en ocasiones nos cuesta horrores diagnosticarnos y reconocer que otras visiones pueden ser más correctas que las nuestras, que nuestra óptica no es la única, que podemos aprender del resto y que no somos infalibles. De lo contrario nos volvemos cuasidictadores, intolerantes y críticos. Y mal, muy mal, está que lo seamos con el resto, pero con nosotros mismos es una verdadera pena. No se trata de otra cosa que no haber sabido manejar la frustración porque, primero, nos instalamos en esa profunda decepción por no saber detectar la magnitud de la contrariedad a la que nos enfrentamos; y segundo, nos blindamos en nuestro criterio y ciegos de conveniencia no cedemos a otras posibilidades. El mal nos lo hacemos a nosotros mismos. ¡Qué lástima!
     Tal y como comencé, la frustración no gestionada crea docenas y docenas de seres infelices con su propia vida. Desde luego que tengo el convencimiento de que no se han planteado que las cosas podrían ser realmente negativas, pero como siempre digo, a cada uno le duele su pie cuando se lo pisan. Y lo comprendo. Lo que me irrita es ver a la gente quedándose a vivir en ese perpetuo estado. Y aún peor, consagrándose a paliar su frustración entrometiéndose en vidas ajenas. Y de eso hay mucho. Y de muchos tipos. Está en metete profesional, el que todo lo sabe, de todo opina y todo lo critica, porque la vida del vecino de enfrente es un caldo perfecto para remover sin salpicarnos. Luego están aquellos cuyas principales víctimas son ellos mismos, dado que llegan al citado estado de frustración por tener pegada a la piel el propósito e incluso el terror a decepcionar. Así, vivirán lo que se supone que se espera de ellos y acabarán enfrentándose con la frustración, bien por no darse a la vida que realmente les llenaría, bien por no lograr lo que el resto esperaba de ellos. Me viene un tercer caso a la mente, muy, muy extendido. El caso del adulto que proyecta en sus hijos, por ejemplo, todo lo que él habría querido conseguir o todo lo que cree que debe alcanzarse según un patrón de vida que se ha creído como único. Este caso, abundantísimo y disfrazado de profundo amor, es claro ejemplo del frustrado que cría más frustrados. 
    Toleracia, paciencia, visión crítica, aceptación, y sobre todo: ¡vivir y dejar vivir! Y la única medicina posible es la de abrir la mente y tirar al vertedero nuestra tozudez. Porque estos cuatro días que estamos aquí pasan rápido y son cíclicos, como siempre digo.




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