NO ES FORTALEZA, ES DECENCIA

By María García Baranda - noviembre 27, 2016

   La fortaleza no tiene absolutamente nada que ver con la capacidad de superación de las cosas. Seguir adelante, sobreponerse a todo aquello que nos arrasa, lo esperado y lo inesperado, tratar de seguir siendo dulces con el resto -que de nada tienen culpa-, y convencerse cada noche de que se ha de continuar, de que no pasa nada, de que aún se pueden lograr cosas,... todo ello no son signos de fortaleza. Son signos de supervivencia.
   Yo no soy fuerte, no se engañen. Soy una superviviente. La mezcla de alguien que trata de ser lista, con alguien a quien le da mucho pudor quejarse de ciertas cosas. Mi capacidad de análisis y comprensión de las cosas, en la medida que tenga -alta, baja, media,...-, sumada a esa enorme vergüeza que siento al mostrarme abatida ante el resto, -excepto ante los más íntimos-, por el mero hecho de ver la enormidad de despropósitos que sufren miles de seres cada día, todo ello, hace que ofrezca una imagen de gran fortaleza. Pero nadie nace fuerte, te haces tal vez, pero no lo eres. La cuestión es que, sea como sea, yo me conozco y sé que no lo soy tal y cómo muchos opinan. Pero en fin, de todo hay en la gran lista de las opiniones personales. 
    Y si no soy fuerte, ¿qué soy?, ¿superviviente, dije? Sí, en el mundo que me ha tocado vivir, sí. Tengo una vida normal, de una mujer normal, con su buen trabajo, su independencia, con una familia a la que adora -y viceversa-, unas amistades íntimas, ricas y preciosas, valoración,... y tengo salud. Soy tremendamente afortunada pues, cierto, y así lo siento. Cuando digo que soy una superviviente, evidentemente no me equiparo ni en años luz a los supervivientes de los grandes desastres humanos que comparten conmigo este mundo. No se me ocurriría. Por lo tanto, dejo bien claro que cuando hablo de sobrevivir y sobrepasar experiencias vitales, me estoy refiriendo a las caídas íntimas y emocionales que cualquiera podemos experimentar. En tal caso, sí, soy una superviviente.
    Todas y cada una de las vivencias que me han causado profundas heridas, más de las que podrían venirle a la mente a quienes me conocen -pero esas quedan para mí-, me llegaron siendo absolutamente virgen en esos temas. Tuve que aprender sobre la marcha a identificar qué estaba pasando, por qué, cuál era su nivel de gravedad, qué tenía que hacer, cómo tomármelo, cómo seguir adelante y qué aprender de ello. Y no tenía ni idea de cómo, ¡bien lo sabe el Cosmos! El patrón que muestro no deja de ser el de cuaquiera cuando sufre un batacazo de la vida. Pues en mi caso no es una excepción. Me enfrenté a cada fase, y aún lo hago, entre el desconcierto y el profundo dolor que sentía y que aún siento. No se ha endurecido en mí ni un solo milímetro de mi cuerpo, ni de mi alma. Tan solo pronuncio palabras de asentimiento y asunción de las cosas, porque sé que así vienen y así he de comérmelas. Por tanto, no soy fuerte, ni imbatible. Podré estar en pie en un día de tormenta, pero es que creo que es mi obligación y un signo de decencia, nada más. Decencia, en efecto. Lo contrario me parece obsceno e indecoroso. Lloro hasta caer agotada sobre mi almohada, muchas más veces de lo que nadie cree. Y no diré cuántas, porque mi madre me lee cada día con admiración, preocupación y con mucho amor. Elevo mi voz y sonrío a quienes comparten mi entorno profesional y me dedico a ellos, porque me necesitan y es mi labor. Escucho a quienes quiero aquello que les preocupa y les duele, porque el mundo no se acaba en mi ombligo. Pero no soy fuerte. Me deshago en pedazos varias veces y rehago mi imagen por decencia. Por pura, absoluta e imprescindible decencia, como dije. El porqué tomo esta determinación lo desconozco. Creo sospechar que el haber vivido e identificado determinadas sensaciones, emociones y sucesos siendo aún muy, muy niña, ha podido contribuir a ello. Ahí pude, como niña que era, haber seguido con mi vida infantil sin observar a mis mayores y sin tratar de entender nada, pero no lo hice nunca de ese modo. Desde muy pequeña puse la mente a funcionar y es un hábito que mantengo como vía para afrontar las cosas. El resultado de todo ello sospecho que es el aprendizaje, porque hasta el momento no recuerdo ni un solo dolor vital que no me haya hecho aprender al final. ¡Qué remedio!
   Y en esas estamos. En que de fuerte no tengo nada, pero de superviviente sí. Ni de tonta, aunque me lo haga mil veces. En que en muchas ocasiones, muchas, muchas, me dejo la vida en tratar de explicar al resto mi particular visión del asunto, para ayudar. Y en que en otras, cuando lo tengo claro ya, dejo de explicar nada a quien no se le puede explicar, bien por discrepancias, bien por no ser opinión de importancia para ese ser, y sobre todo por ceguera por un egocentrismo colosal, de esos de no ver más allá de diez centímetros. Que todo hay. Pero la vida de cada uno le pertenece a cada uno, naturalmente y en tales casos, a cada cual le toca cargar su cruz. Ahí yo cierro los ojos y trato de dormir, a ver si se me calma el alma. Y me piro. Porque de nuevo me toca enfrentar el proceso, más cansada, más harta, con más muescas, pero también algo más lista. Y más sabiendo que la vida es así y que la clave está en saber distinguir vigas y pajas en ojos propios y ajenos. A mí me queda solo caminar, y caminar y caminar... Descalza. Y callada. Porque hay momentos en los que ya solo queda callar.







  • Compartir:

Tal vez te guste...

0 comentarios