No siempre estamos preparados para lo que llega a nuestras manos. Corrijo: nunca se está preparado. Para nada. Ni para alcanzar la felicidad, ni para la pérdida. Amanecemos, nos ponemos en pie, preparamos una taza de café y comenzamos a caminar. Sin saber qué nos deparará la mañana, qué nos deparará el día. “Que llegue lo que haya que llegar”, nos decimos con aires de omnipotencia, a veces. Con resignación otras. Acaso con rutina. Y nos envuelve un halo de creer saber cómo habrán de acontecer las cosas, de aproximado control por nuestra parte a fin de refugiarnos en una aparente y necesaria sensación de seguridad. Dónde estamos, qué queremos, qué sentimos, qué podemos, cómo nos comportaremos. Por qué, con qué, para qué, con quién, desde cuándo y hasta cuándo. Pero,… ¿la verdad? No tenemos ni pajolera idea de nada de ello. Es un engaño de nuestra mente para poder sobrevivir al factor sorpresa. Y así nos permitimos seguir avanzando. Porque desordenarnos el guión es tan sencillo como un chasquido de dedos.
Así, todo aquello que deseamos obtener con la imponente fuerza de nuestros sueños más profundos pasa por nuestro lado con paso sigiloso y no lo vemos. O nos invade el terreno como un elefante en una cacharrería y nos quedamos mudos. Rara vez lo reconocemos. Rara vez creemos estar ante aquello que le da sentido a nuestra existencia, ante eso que nos completará y realizará personalmente. Algo nos atrae, algo nos gusta. Algo en su interior nos imanta las venas, las arterias. Pero identificarlo como la realización del sueño es cosa aparte. Tendemos a diseñar en nuestra mente cómo habrá de ser cada elemento buscado. Nos imaginamos la casa de nuestros sueños, la familia que tendremos, la profesión que desempeñaremos, la apariencia del amor. Y esa es la razón de que no estemos listos para recibirlo cuando llega. Nos queda grande, nos parece pequeño, nos parece distinto. Dudamos de nosotros y decidimos cobardemente. No estamos preparados para encajar las cosas. Para que todo cambie, para decir adiós, para abrirle la puerta, para romper con todo, para salir de la caja en la que nos encierra nuestra mente. Para dejar todo plantado y marcharnos lejos a sabiendas de que será pleno y satisfactorio. Preferimos lo que está bajo nuestro control, lo que no brilla por sí solo sino por nuestra acción. Sentirnos poderosos, no deslumbrados.
Y yo,… yo sé que no estoy preparada para lo que se me presenta cada día, de ahí que lo quiera lentito y paulatino. Y eso, el no saberme dispuesta ni saber qué cara tendrá lo venidero es, precisa y paradójicamente, lo que me hace estarlo más de lo que lo están otros. No recuerdo haber dicho o pensado nunca que algo me quedase grande. Ni un reto, ni un premio, ni un golpe. Ni un proyecto ni un amor. Siempre he sabido de sobra que, efectivamente, todo pasa y todo queda. Pero también he sabido otras muchas veces que mi visión de las cosas, que yo misma, he podido ser de talla inapropiada para alguien más. Sé que se sale prácticamente de todo. Con tiempo. Con cordura. Con observación de lo que nos rodea. Con entendimiento. Y sé que no todo el mundo bailará esa música, mi música. Pero no por ello perderé mi ritmo.
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