No es buen ejercicio ese de mirar atrás y quedarse pensando demasiado tiempo en la zona de peligro. En lo que hubo, en lo que fue y en lo que no fue. En lo que duraron las cosas, en lo perdido y en lo que dolió. En por qué yo. En por qué yo sí. En por qué yo no. ¿Para qué preguntarse?, ¿qué sentido tiene ya? Pero hay veces en las que la amenaza te ataca a traición, por un cúmulo de coincidencias y sin apenas darte cuenta. Y en unos segundos ya estás dentro. Melancolía en estado puro y dolores traídos al presente.
Acabo de retrotraerme mucho, mucho tiempo atrás, paso a paso y hasta llegar a la noche de hoy. Muchos porqués y una fuerte sensación de impotencia en la que las punzadas de lo que no alcancé y de lo que tragué como lo más amargo me han dado una bofetada en plena cara. Ya sé que para todo hay una razón y que lo pasado pasado está, pero en momentos así de poco sirve. Y se olvida el entendimiento de las cosas. Y la practicidad. Te preguntas qué hiciste mal para que todo saliese de esa forma, o para que te hicieran subsidiaria de más de dos y de tres despropósitos de esos que rompen de por vida por el simple hecho de que no se les ocurrió pensar en ti, sino refugiarse en su micromundo. Y al recordar cuánto dolió, te dices que algo ha de cambiar en ti para ponerte a salvo, para que no suceda más, para sentarte en una silla de inaccesibilidad en la que no te alcancen. Nunca más en el foco de riesgo. Nunca más blanco de quien hiere.
Hay noches en las que te trazas un plan de blindaje y repasas los trazos de rencor destinados a todos y cada uno de los que estropearon tus días. Y de pronto, y de nuevo, no entiendes por qué a ti. Al menos esta noche. Gris. Y de memoria fresca.
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