LA JAURÍA

By María García Baranda - agosto 30, 2017

  SERIE:  ♀ Fémina

    A mi alrededor todo eran caras sin nombre, nombres sin cara, sin expresión, sin verdadera vida. Tampoco había en ellas ilusión, ni limpieza. Ni en los ojos, ni en sus movimientos. Era como si de pronto todos aquellos seres humanos se hubieran convertido en una jauría sin raciocinio, sin una gota de sensibilidad, ni de modales. Podría contar unos cincuenta ojos alrededor, que entre ellos no había ni un solo par que me inspirase ni una gota de confianza. Tampoco de simpatía, ni de admiración. Ni de tranquilidad. En todos ellos era capaz de ver la manifestación de los peores rasgos que puede acumular un hombre. No percibía pensamiento, ni cordura. Tampoco calidad ni naturalidad alguna en sus gestos. Eran para mí muñecos dotados de un pequeño motor en absoluto complicado y programados para efectuar cuatro o cinco movimientos como máximo. Movimientos básicos, estúpidos y en algún caso hasta altamente ridículos. Y a mi ver, siempre molestos. Recordé escenas de viejas películas. Escenas que siempre me estremecieron y siempre entendí en la piel. Pensé en Esplendor en la hierba y el personaje de Ginny rodeado de cinco o seis tipos sin escrúpulos y sin asomo de sentido común. Pensé en De repente, el último verano y fue peor aún, porque sin buscarlo me vino a la mente el espantoso desenlace que desentraña el misterio de la muerte de Sebastian, devorado sin piedad. De verdad que pensé en ello y sentía que lo que había concentrado en aquel espacio no era mucho mejor. Quizás medio contenidos, quizás disimulados, pero instintos y actuaciones que minuto a minuto me iban provocando una enorme necesidad de escapar de allí y de refugiarme muy lejos de ese ambiente. De pronto todo absolutamente me resultó anacrónico, más propio de tiempos bárbaros en los que la gente apenas contaba con recursos ni formación. Más propio de otras épocas en las que la represión era tal que causaba verdaderos estragos al mínimo gesto de apertura, incluso imaginario. Nada había cambiado, pensé. Ni siquiera ahora que todo estaba al alcance de la mano, que cualquier descosido encuentra un roto con el que perderse a sí mismo, que vivimos en la era de la sobreexposición. Ni siquiera ahora. Y me sentí desesperanzada, fuera de todo, como si estuviese observando escrupulosamente una escena lenta, pausada, creada específicamente para ser analizada sin dejarse un detalle. Y sin quererlo, sin ningún interés, tratando de apartar la mirada y poner la mente en blanco para preservar mi calma, estaba en efecto viendo pasar cada gesto por el tamiz. Hasta que me di cuenta de que simultáneamente era yo, éramos las tres las que nos encontrábamos en un escaparate en el que cualquier pequeño e inofensivo gesto era digno de ser mirado con lupa, al parecer y a juzgar por las reacciones a nuestro alrededor. Un sorbo del vaso, el canturreo de la canción de fondo, dos pasos de baile o una risa amiga. Todo absolutamente era destripado y etiquetado como muestra de provocación o foco de deseo. Y no eran nuestros gestos, movimientos sin nada de particular, sino los ojos que los interpretaban con una predisposición alejada de toda lógica, pero sobre todo de respeto. Me sentí terriblemente incómoda, casi desnuda, pero de alma y de identidad. Y peor que eso. Hubo un momento en el que apenas podía moverme sin sentirme libre para hacerlo. Llegué a no querer hacerlo. Eso era, me sentía enjaulada. Quise que volara el tiempo. Y salí de allí. Huí más bien, cuando ya no fui capaz de soportar más. Preguntándome qué está pasando. Preguntándome qué me está pasando a mí. 






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