SI NO PUEDES CON EL ENEMIGO, DIVÍDELO
By María García Baranda - agosto 30, 2017
Isabel Chiara |
SERIE: ♀ Fémina
Últimamente me encuentro inmersa en una guerra interna personal contra el sexo opuesto. No en bloque, eso no, pero sí contra determinados hechos, comportamientos y actitudes, que me han hipersensibilizado al respecto. Algún día tenía que llegarme, hasta el punto de dar fin a un buenismo que venía practicando en el tema, y que muchas veces era más sumisión ante determinadas costumbres adquiridas, que otra cosa. Y repito, no, no es una contienda en masa contra el sexo masculino lo que siento, pero si he de ser honesta sí está salpicando más allá del plato. Cada una de las experiencias que vivimos en la vida, no cabe duda que nos hace variar nuestra latitud unos grados. A no ser que seamos cafres con peluca, claro. Mi sentir actual, pues, en absoluto es una excepción. Y es este un trayecto claro y directo dibujado perfectamente en un mapa que me ha traído hasta este punto, hasta esta guerra agravada por mis sentimientos particulares a golpe de brote sensible. Luego, hay base para la contienda, esa no me la invento, y docenas de imágenes diarias que provocan que despotrique, pero soy consciente de igual modo de la finísima capa de piel que gasto hoy por hoy.
Experiencias personales aparte, lo que me gustaría compartir es la sensación que tengo de recién aterrizada en el asunto. A mis casi cuarenta y dos, me siento como una jovenzuela que acaba de aterrizar en la reivindicación de ciertos derechos por razón de sexo. Parece mentira en alguien como yo, que lee, que se ilustra, que se dedica a enseñar y enseña en igualdad, que es sanísima y equilibrada feminista. Y aun más sana y equilibrada humanista, sin distinción de sexo, raza, religión o cultura. Porque lo soy. Así que parece mentira, pero así ha sido y así es. Acabo de despertar a una realidad en la que algunos detalles me pasaban desapercibidos. O quizás no tanto, pero lo asumía con cierta resignación o abnegación de mi condición de mujer. Sentires y pensamientos aprehendidos que venían dados junto a mis órganos genitales y reproductivos o la bioquímica de mi cuerpo. Pero algo me ha provocado un clic y me ha hecho avanzar. Y decirme que sí, que está muy bien ser justa y luchar a favor del equilibrio de unos y otros, pero que eso no me obliga a tragar con cosas que me producen un verdadero daño. El resultado ha sido el de pronunciar un grito tan fuerte que ha derivado en un rechazo masivo tintado de un cierto grado de rencor acumulado del que ni yo era consciente. Ahora. En mi madurez. Y siendo el tipo de mujer que soy. Pero nunca es tarde y más cuando sé que parte de ese sentimiento ha sido causado o incrementado por mi propia gestión y por consentidora. El siguiente paso me lleva a ver que no puedo iniciar una guerra sin cuartel y sin una lógica ni una sensibilidad que no son propias de mí y que nunca he practicado. Ni siquiera por más que haya padecido o padezca ciertos golpes. No quisiera perder el sentido común que me hace querer a los hombres que durante toda su vida me han demostrado respeto hacia la mujer en general, y hacia las féminas concretas merecedoras de ello en particular. Yo incluida. Y es precisamente ese clic y toda esta deducción los que me posicionan en un nivel más alto a la hora de filtrar comportamientos que sí y comportamientos que no. Y así va a ser. Eso lo aseguro.
Me pregunto cómo es posible que haya permanecido tantos años sin rebelarme ante ciertas cuestiones. Pero todo estalla, y esto también, eso está claro. Suelo gastar paciencia de largo recorrido hasta que se evapora la última gota definitivamente y sin regeneración, y desde luego, en el tema de la tolerancia de lo intolerable, he agotado hasta la reserva. Y es tal el punto, que me he visto absorbida, pues, por la guerra con la que comencé este artículo. Y no sé combatir en ella, o no al menos sin verme emocionalmente afectada. Puede conmigo. Dentro del conjunto total de individuos masculinos que me topo y me toparé a lo largo de mi vida, sé que voy a ver ejemplos de toda la gama. Es obvio que, antes de morir, no podré asistir a un cambio tan sustancial como para recoger un cambio social que aniquile sexismos tóxicos ni micromachismos. Tampoco los efectos rebote hembristas. Eso lo sé. Por lo que habré de combatirlo como medida defensiva y constructora de algo que espero puedan disfrutar las generaciones venideras. Ante tal planteamiento, solo me queda tomar dos caminos. El primero es cien por cien belicoso, levantarme en armas contra el mínimo estornudo. El segundo es separar el trigo de la paja, atacar sin tregua al enemigo más negro, y unirme a quien, sin ser perfecto en el tema, trabaja por un entorno de sexos igualitario y respetuoso. No hay más opciones: si no puedes con el enemigo, divídelo. Sé que finalmente mi opción será esta última, aunque de igual modo me reconozco ahora mismo en un momento de mírame y no me toques. Es la consecuencia de haber soportado ciertos usos que jamás hube de haber contemplado ni por encima. Confío en recobrar o encontrar el equilibrio, aunque también puedo asegurar que ya nunca será igual. Una vez que pasas la barrera, una vez que identificas comportamientos que te hacen sentir agredida, ya no retrocedes. Con ello, necesito acompañarme además de un entorno que entienda, que me deje comprender a mí también las causas de cada acción y que, sobre todo, admita la cuestión, respete este sentir y sea capaz de caminar conmigo en la dirección correcta. Sin eso sé de antemano que mis vínculos con el sexo opuesto van a ser del todo inviables. Y no hay nada que yo pueda ni quiera hacer para que eso no suceda. No me vale todo. Y no estoy dispuesta a pagar ese precio por el hecho de sentirme acompañada. Quien quiera permanecer lo hará y quien no quiera entender, sabiendo sin lugar a duda cómo soy, y mi sentido de la justicia ante ambos sexos y las relaciones entre nosotros, habrá de marcharse. Ya le indicaré yo el camino para que no se pierda, puesto que no pienso dar cabida ni a un solo acto mínimamente dañino hacia mí, al mínimo indicio de que se fundamenta en mi condición de ser mujer. Si yo me esfuerzo, quien sea habrá de hacer exactamente la misma cantidad de trabajo que yo.
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