RELATOS ENCRIPTADOS (XXI): El ladrón de almas

By María García Baranda - agosto 24, 2017

    

       


      Tenía la desfachatez de trabajar a plena luz del día, rodeado de gente y en pleno bullicio, pero eso no había sido siempre así. Le llevó un mes entero elegir el momento más adecuado del día para llevar a cabo su tarea. Durante un tiempo probó por las noches. Pensaba que la oscuridad y la tranquilidad de las calles cocinarían el ambiente perfecto para moverse si ser visto. Además a esas horas la gente se encontraba ya en sus casas con la guardia baja, descuidados y entregados al descanso de sus sentidos, por lo que podría agazaparse, y colarse por las ventanas y balcones sigilosamente. Allí, ante el descuido de todos se haría con su botín. Un par de almas que llevarse para su colección. Así lo hizo durante dieciséis días consecutivos. Salía de su casa al caer las diez de la noche, elegía a sus presas y regresaba con sus almas robadas ya de madrugada. Sin embargo, el experimento no funcionó. Cada domingo, día que se daba libre para esos menesteres, analizaba con detalle esas almas robadas. Sabía que una vez que eran extraídas de los cuerpos de sus dueños, el tiempo se detenía para ellas y estas quedaban justo en el estado en el que se encontraban en ese instante. Felices, tristes, tranquilas o atormentadas. Depende. Además, se dio cuenta de que estas no envejecían. Quiero decir, no se estropeaban como una fruta, ni se secaban como una planta al no ser regada. Quedaban intactas y estancadas en el tiempo por los siglos de los siglos. Y ahí estaba el problema. Robar almas durante la noche le reportaba trofeos poco realistas, sin demasiada riqueza ni matices. A esas horas, las personas tienen su espíritu casi apagado, en un estado de ahorro de energía, o bien ya están durmiendo. No son conscientes de si son felices o tristes, o no del todo y de modo certero, ni tampoco revelan con sus actos su verdadero color. Y eso  en el caso de las almas tranquilas, porque en el caso de las almas inquietas su estado se encuentra adulterado, afectado por el insomnio y por esa forma que tenemos de ver las cosas más graves de lo que son. Buscó otro horario.
       Las tardes de verano eran enriquecedoras. La gente aprovecha la luz tardía para salir a pasear, a comerse un helado, a jugar con sus hijos o a sentarse por ahí a tomar algo con los amigos. Las calles están plagadas de versiones distintas de almas dispares para elegir. Tiene el inconveniente de que uno no resulta tan invisible como de noche, pero también es cierto que entre el gentío uno podría pasar desapercibido fácilmente. Así lo hizo. Durante diez tardes se dispuso a ojear almas que apropiarse y a seleccionar las que más tarde hubiera de llevarse consigo. Verdaderamente había mucho donde elegir, edades variadas, hombres y mujeres, toda condición de vida esparcida por la ciudad. Robó unas cuantas, pero tampoco funcionó. Las almas que recogía se encontraban demasiado distraídas y ociosas. En momentos de asueto, en pleno verano, y habiendo terminado ya las labores del día, la mayoría de nosotros tiene el talante en buena disposición. Buen humor, charlas, sonrisas, una cervecita por aquí, un colegueo por allá. Nadie está así las veinticuatro horas del día, todos los días de su vida. No serviría de mucho apropiarse de almas en constante ambiente festivo, ya que resultarían poco útiles para enfrentarse a las vicisitudes de la vida. Desechó la idea. Pero siguió adelante. Y así es como llegó al escenario definitivo: la mañana.
      Cada mañana salimos de casa y ponemos en marcha nuestra maquinaria para enfrentarnos a nuestra vida. Contamos con la cantidad de descanso perfecta en la mente y en el cuerpo como para analizar nuestra realidad de un modo objetivo. Con la dosis justa de fuerza para afrontar nuestros asuntos y problemas, y para ser constructivos con nuestra vida. Y al tiempo con un ingrediente inimitable y único que no aparece más que una vez que comenzamos un nuevo día: nuestro primer pensamiento al despertar. Ese. Ese instinto primero es el que cuenta. Esa combinación es la de nuestra verdadera alma, la que aúna quiénes somos, qué pensamos y nuestras buenas intenciones. Dura tan solo unas horas, posiblemente hasta pasado el medio día, tiempo suficiente para habernos puesto por el camino algún escollo que sortear o conflicto que resolver, y así aportar a la base un ingrediente de nuestro carácter enfrentado a las dificultades y en plena operatividad. La mañana. Después de ahí se estropea y nos volvemos un tanto idiotas. 
     La mañana resultó fundamental para el ladrón de almas. En solo cuatro días se llevó consigo más de lo que podría haberse imaginado. Almas de hombres y mujeres, de niños, de ancianos. Almas brillantes y almas castigadas. Almas sin ton ni son, sin mucho sentido de su existencia, y almas enriquecedoras. Almas buenas. Almas oscurísimas. Almas. Suficientes ya. Como pesan poco, no son difíciles de almacenar. Tampoco su volumen es gran cosa. Apenas se ven ni se distinguen al ser etéreas. Si acaso las que son ubicables en los extremos del ser humano resultan más vistosas, las absolutamente maravillosas y las más temibles, pero en general las almas pueden distribuirse por la casa sin originar desaguisado alguno. Así lo hizo. Llenó la planta baja de su casa de las almas que había ido robando cada día. Bueno, más que su casa, lo que llenaba era su vida, porque de tanto observarlas iba copiando comportamientos de unas y de otras. Sin sentido algunas veces, contradictoriamente muchas otras, pero así iba subsistiendo. Escrutaba el alma, se imaginaba que era de su propiedad y se comportaba tal y como si hubiera sido siempre suya. Pero no lo era. Al final todo lo que hacía, decía, pensaba y decidía era forzado, porque una alma es el resultado de todo lo que hemos vivido y de lo que vamos a vivir. Una alma encaja única y exclusivamente en un cuerpo y nada más. En uno solo. Porque no hay dos seres iguales, del mismo modo que no existen circunstancias idénticamente encajadas. Así que el experimento de poco le había servido a aquel muchacho que tan solo contaba con veintipocos años. Más le habría valido ponerse a vivir con la suya, por más que al rascarse los bolsillos no la encontrara nunca. ¿Acaso no se daba cuenta de que ni se ve, ni se huele, ni se oye, ni se toca? Solo se siente. Y se es. Y nada más. Ahora tenía la casa llenita de almas de todo quisqui viviente y no le servían para nada. Bueno, al menos no ocupaban espacio, eso sí que era verdad. Pero el desastre que había organizado por toda la ciudad había sido antológico. Llegó el otoño, y un tanto desairado comenzó con sus cosas, sus responsabilidades, y en realidad con toda una vida por delante y sin saber muy bien por dónde tirar. Se sentía un poco un cero a la izquierda. Y como primera labor, esta vez ya sí, se le apareció la de averiguar de qué estaba hecha su propia alma. ¡Ya era hora! Más de dos décadas de edad y el pipiolo aún no tenía ni idea. Valiente peligro para tenerlo circulando por las calles.  








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