Hoy es un día normal. Quiero decir que es un simple viernes laborable sin visos especiales. La mañana está plomiza, creo que acabará lloviendo, porque soplan vientos de cambio. Comienzo la mañana paseando para sentarme después a desayunar en una terraza. Está llena. Algo tiene Santander que al menor atisbo de buena temperatura se atrinchera en las terrazas. A mi lado hay sentada una pareja. El primero de ellos llegó un ratito antes y pidió desayuno para ambos. El otro no tardó en aparecer. Tostada, croissant, cafés, sandwich. Copioso desayuno comido con ansias y con pinta de ser habitual, como desayuna la gente cuando alcanza la mediana edad, y le importa más bien poco nada que no sea disfrutar de los momentos simples y las cosas sencillas que reportan un placer inmediato. Hay sana complicidad entre estos dos hombres de expresión relajada y despreocupada. Intuyo que les une un vínculo sentimental en esa fase ya estabilizada, con la seguridad que da el saberse elegido por el otro sin dudas ni miedos que todo lo estropeen. En otra de las mesas se han sentado una anciana y la que parece ser la chica encargada de cuidarla. Llegan refugiadas de la lluvia. Al final sí, ha roto a llover con gota diminuta, pero con ganas. Como llueve en el Norte. La chica joven, la cuidadora, es de fuera. Tiene rasgos exóticos, piel morena y voz dulce. Transmite paz y amabilidad, y aún así se le nota cierta apatía en su expresión. Se entretiene con su teléfono móvil sin dejar de estar pendiente de su tarea, pero es comprensible. Mientras las observo pienso en el choque frontal de esas dos vidas, de esas dos personalidades, vitalidades, estados naturales. Me pregunto cómo se convive con eso, con la idea constante en tu cabeza de estar viviendo una vida que no te corresponde.
Podría seguir describiendo a cuantos me rodean, son muchos, y de repente me viene la siguiente idea: ¿cómo me describirían a mí?, ¿qué será lo que yo reflejo de ser vista aquí sentada en este día normal, sin expectativas concretas y con lo que hoy refleja mi cara? No tengo idea, no podría aventurarme a especular sin dejar de ser subjetiva. Siempre me han dicho que mi expresión de cara y mis ojos son un fiel reflejo de lo que me pasa. Y sí. A no ser que me esfuerce mucho por disimularlo porque la ocasión me obligue a ello, se me nota de lejos el día que tengo, cómo estoy, cómo me siento y si me torcí un tacón al salir de casa. Para mí hoy es un día normal, con lo que trae consigo. Cumplo con mis propios y naturales planes, y fijo la vista en los objetivos que para mi presente más inmediato me he trazado: vivir hora a hora. Primero la mañana, después la tarde y tras ello la noche. Cumplir a cada rato con las tareas que me impongo, escasas y sencillas, destinadas casi todas a mí misma únicamente, y que no involucren a nadie más a ser posible. De igual modo organizo mis pensamientos. Dedico los minutos a pensar en determinadas cosas y a desterrar otras. Lo básico frente a lo complejo. Lo inocuo frente a lo doloroso. Y de nuevo trato también de desterrar de mi mente todo aquello que no sea yo misma. En la medida de mis posibilidades. En la medida de mis estados y de las circunstancias. Son días dedicados a mí. Necesariamente. Obligatoriamente. Imperiosamente. Y sin remedio alguno, por cierto. Y no hay ni habrá nada que impida que así lo haga. Es lomque me rodea lo que establece las reglas del juego. Así que esa soy yo hoy. Una chica sentada en una terraza, refugiándose de la lluvia bajo un toldo, observando y escribiendo estas letras en plena calle, y sabiendo que se tiene a sí misma. Otra vez. O más bien como siempre. Sensible pero fuerte, lastimada pero entera, seria pero decidida. Y nunca quieta. No esta vez al menos. Porque hoy tan solo es un viernes lluvioso de este mes de agosto. Y esto es lo que me rodea. Perfectamente consciente de ello.
Podría seguir describiendo a cuantos me rodean, son muchos, y de repente me viene la siguiente idea: ¿cómo me describirían a mí?, ¿qué será lo que yo reflejo de ser vista aquí sentada en este día normal, sin expectativas concretas y con lo que hoy refleja mi cara? No tengo idea, no podría aventurarme a especular sin dejar de ser subjetiva. Siempre me han dicho que mi expresión de cara y mis ojos son un fiel reflejo de lo que me pasa. Y sí. A no ser que me esfuerce mucho por disimularlo porque la ocasión me obligue a ello, se me nota de lejos el día que tengo, cómo estoy, cómo me siento y si me torcí un tacón al salir de casa. Para mí hoy es un día normal, con lo que trae consigo. Cumplo con mis propios y naturales planes, y fijo la vista en los objetivos que para mi presente más inmediato me he trazado: vivir hora a hora. Primero la mañana, después la tarde y tras ello la noche. Cumplir a cada rato con las tareas que me impongo, escasas y sencillas, destinadas casi todas a mí misma únicamente, y que no involucren a nadie más a ser posible. De igual modo organizo mis pensamientos. Dedico los minutos a pensar en determinadas cosas y a desterrar otras. Lo básico frente a lo complejo. Lo inocuo frente a lo doloroso. Y de nuevo trato también de desterrar de mi mente todo aquello que no sea yo misma. En la medida de mis posibilidades. En la medida de mis estados y de las circunstancias. Son días dedicados a mí. Necesariamente. Obligatoriamente. Imperiosamente. Y sin remedio alguno, por cierto. Y no hay ni habrá nada que impida que así lo haga. Es lomque me rodea lo que establece las reglas del juego. Así que esa soy yo hoy. Una chica sentada en una terraza, refugiándose de la lluvia bajo un toldo, observando y escribiendo estas letras en plena calle, y sabiendo que se tiene a sí misma. Otra vez. O más bien como siempre. Sensible pero fuerte, lastimada pero entera, seria pero decidida. Y nunca quieta. No esta vez al menos. Porque hoy tan solo es un viernes lluvioso de este mes de agosto. Y esto es lo que me rodea. Perfectamente consciente de ello.
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