YO NO TENGO LA CLAVE

By María García Baranda - agosto 13, 2017





      No tengo respuestas para todo, ni para todo el mundo. Pero a veces me importa poco no alcanzarlas, aunque no lo parezca y las busque con ahínco. Eso es algo que no puedo evitar, su búsqueda incansable. Una pista que me ayude a entender, que me enseñe el camino, que me indique que tecla pulsar a continuación. Y aunque giro la tuerca hasta el crujido, sé bien que no siempre hay respuestas, ni explicaciones. O que de haberlas no siempre resultan comprensibles para todos. ¿Qué hago entonces? Las aparco. O sucumbo. Según el caso. Porque yo también me rindo de pensar o, en el mejor de los casos,  necesito vacaciones de ello, recordándome que encontrar las respuestas a las preguntas de todos los días es una labor condenada al fracaso. También innecesaria. Las respuestas a las preguntas que se esconden en cabezas ajenas se encuentran en pequeñas cajas blindadas de compleja apertura. Y cambian cada día. Repasamos una por una, las estudiamos, y cuando las tenemos listas, varían de orden, de importancia, de matiz y hasta de solución. Porque somos sujetos sometidos al cambio. Y no solo eso, sino que también se da el caso de que frente a nosotros tengamos un muro infranqueable. Un asunto sin solución para nosotros o una persona no flexible a nuestros estímulos.

    No tengo respuestas para todo, no. Ni siquiera para mis propias acciones. Así como algunas de ellas son fácilmente explicables, coherentes y claras, otras en cambio resultan imposibles de ser desglosadas en ideas de causalidad y efecto lógicos a la mente. Son así y ya está. Punto. Y poco más se podrá explicar de esa actuación. ¿Por qué hice eso?, ¿o eso otro?, ¿o lo otro? ¿Por qué en ese momento?, ¿y de esa manera? No tengo las respuestas, ya lo dije. Me nació de esa forma sin tiempo de pensarlo. Pura carne. Pura sangre. Y es por esto que, si soy consciente de que no poseo la clave para mí misma, ¿cómo no voy a aplicar la misma regla al resto? Si no puedo resolver mis propias dudas, menos aún las que proceden de los comportamientos ajenos. 

     Lo arriba expuesto no es otra cosa que uno de los ejercicios más difíciles de llevar a cabo en las relaciones humanas adultas. Asumir comportamientos y actos según vienen a nosotros. Sin comprender. Sin saber los porqués. Sin encajar en la mente. Porque es precisamente la ausencia de respuestas lo que dificulta que las cosas sean digeridas para poder así sentirse uno en paz. Sin comprender no se asume, digo siempre. Y añado hoy otra arista más al asunto. La inevitable parcela de asuntos a tragar sin haberlos comprendido. No queda otra, me voy dando cuenta de ello. Y diré que es algo que no respiro bien. Me llevo mejor con aquello que tras un millón de vueltas y giros de sentido consigo ordenar, de mejor o peor forma, pero medianamente razonado. De ahí mi tendencia obsesiva a ello. Es una droga. Una medicina. Un bálsamo. Un placebo incluso, algunas veces. Nunca tuve otra opción. Y tampoco nunca di con nadie cuyo comportamiento no me empujase a ello por la fuerza. Nunca con nadie que me ayudase a relajarme y a perder ese hábito de simplemente vivir las cosas como vienen, sin temores, sin el miedo a recibir un susto, un sobresalto, un giro inesperado que en un segundo dé al traste con todo lo que me hace sentir bien, feliz y tranquila. Que acabe con mi mundo. Y nada me gustaría más que poder abandonarme a ratos sin tener que poner la mente en guardia a cada paso. Estoy cansada de esa práctica. Desgastada de mí misma. He llegado a aburrirme de mí. Y cuanto más miro al frente, más consciente soy de lo complicadas que resultan las personas y de lo difícil que resulta dejarse ir, simplemente fluir con el devenir de los días. El “solo sé que no sé nada” aplicado a esto. ¿Qué remedio me queda para agarrarme, entonces? Decirme a mí misma cada día que habrá un millón de reacciones propias y ajenas, de caracteres que nunca lograré entender. Convencerme de que no solo no pasa nada por ello, sino que puede ser hasta beneficioso. Y repetirme cada mañana al despertar eso de: “No tengo respuestas para todo. Yo no tengo la clave. Y no me importa”





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