SER MUJER NO ES UN CHOLLO Y YO ESTOY EN GUERRA
By María García Baranda - agosto 06, 2017
SERIE: ♀ Fémina
Ser mujer no es ningún chollo, os lo puedo asegurar. Y al respecto de escribir este artículo, pensaba hace un rato: “voy a repetirme”; “si vuelvo a sacar este tema, del que ya he escrito, va a ser más de lo mismo”. Y en efecto así es. Pero no se trata de que yo aborde más de lo mismo, ni me repito yo al ponerlo por escrito, no. Se trata de que el tema sigue ahí, siendo exactamente eso: más de lo mismo. Porque como digo, ser mujer no es ningún chollo.
Al escribir hoy, os cuento que lo hago profundamente triste y seria, muy seria. Exactamente ese es mi estado en estos últimos días por lo que a este tema se refiere. Me gusta quién soy y cómo soy. Disfruto y mimo el hecho de ser mujer, sin más bombo que el que ha de tener, puesto que antes de nada deberíamos sentirnos individuos del entorno. Pero ni puedo ni quiero mentir cuando digo que, aunque ese sería mi ideal, yo misma me siento cada día mujer integrante de una sociedad determinada, mucho antes y por encima de sentirme un individuo de ella. No puedo evitarlo. Tengo recordatorios a todas horas, y el día que dejo un poco apartado el asunto, siempre sucede algo que aborta esa sensación. Y de ahí mi tristeza cuando me conduzco cada mañana como uno más de la manada, pero surge algo que me frena en seco y me aplaca esa libertad, para recordarme que no es así, que no estoy en igualdad, que no puedo recrearme en esa sensación de liberación y de estar descuidada, que he de defenderme de ciertas actitudes y que he de afilar los colmillos ante lo que pueda pasar. Y lo hago. Lo estoy haciendo. Y pienso continuar de ese modo, con el cuchillo entre los dientes. Sin duda alguna. Pero no por ello menos triste. Ni menos seria. Muy seria. Cansada de que los días se conviertan en una lista de precauciones en los que poner mil ojos alrededor por lo que hubiera de suceder. No hay día en el que no salga a la calle y reciba un comentario, un gesto físico, una actitud, un comportamiento, que no sea de componente machista y me agreda en el nivel que sea. Algunos de ellos os aseguro que son realmente ofensivos o intimidatorios, que no sé qué es peor. Todas y cada una de las veces mi cuerpo se hace pequeñito y me encojo de hombros, como si en ese momento deseara volatilizarme, evaporarme y huir de esa situación en un vuelo de invisibilidad. Pero he de decir que cada vez están siendo más las ocasiones en las que me enfrento a ello, de igual a igual. Aunque en tal contexto debería decir: de más (yo) a menos (el fulano que sea). Porque yo también sé ofender. E intimidar. Y asustar. Y tomarme licencias que no me corresponden. Y joderte la vida, si hace falta, hasta un límite que ni te imaginas. Eso te lo garantizo, por el simple y brillante motivo de que cuento con la combinación infalible para ello: la inteligencia para diseñarlo, la razón natural, y más de cuatro décadas de razones y experiencias desagradables que me han convertido en una luchadora incansable para defenderme y para atacar las agresiones provenientes del machismo. Y seguiré seria, y triste por dentro de pura decepción con el ser humano, pero implacable a la hora de defender mi puesto y mi persona. He llegado a un punto en el que no permito una sola acción que me haga sentir mínimamente incómoda o vulnerable por el hecho de ser mujer. No admito un piropo fuera de lugar, ni un gesto ni una frase que traspase la barrera de quien no me conoce, sea hombre, mujer o canto rodado. No poseo otra vara de medir que el “no me conoces, pues ni te acerques como pretendes sin más”. Ni se te ocurra. No permito que se invada mi intimidad mental, emocional, conversacional, ni física con la disculpa del “qué maja eres y qué guapetona, no te lo tomes a mal”. No tolero una confianza no ofrecida por mi parte de manera clara y cristalina, esto es, oída de mi propia voz. Y ninguna, repito, ninguna de las anteriores acciones, las admito, soporto, ni perdono bajo la disculpa de un intento de acercamiento, porque pueda gustarle a fulano o mengano. Es lo que hay, y cualquiera de esos supuestos los combatiré a guerra abierta, sin contemplación alguna. Eso lo juro.
Nada de lo anterior ha surgido en mí de manera casual, sino que es fruto de un largo y detallado peregrinar. Ayer, hoy,… hacía memoria de ello, inevitablemente. Con los años he ido convirtiéndome en una mujer en la que el feminismo ha ido tomando posiciones, asentándose, percibiéndose. Paulatinamente y según los tragos a los que había de enfrentarme iba entendiendo mi rol en esta sociedad que nos hiere varias veces al día. Cada vez más consciente, comprendiendo más y mejor el asunto, más precisa, menos permisiva con ciertos gestos, y menos pudorosa con la manifestación de otros. ¿Quiere decir eso que mi carácter se ha ido haciendo más radical? Para responder a esa pregunta habría de comenzar explicando un par de asuntos. El primero es lo que significa realmente ser radical, término que parece no querer entenderse -cosa sociológicamente en cierto modo comprensible-, por el hecho de que sobre él se han volcado kilos de connotaciones negativas a conveniencia. Radical soy sí, y todos deberíamos serlo, por cuanto no es otra cosa que la de no perder de vista la raíz del asunto que te identifica o defiendes. Así que me alegro pues de identificarme como radical en este tema, porque con ello me aseguro de estar bien anclada a los cimientos del concepto defensivo de mi identidad, y al tiempo, curiosamente, de no minusvalorar ni perjudicar jamás a ningún hombre solo por el hecho de ser del otro sexo, desequilibrando la balanza en un intento por reivindicar un derecho propio. Entendido eso, tendría, en segundo lugar, que asegurarme de que todo el mundo comprende lo que es el feminismo. Cuánto se oye y qué pocos lo entienden. Cuántos lo combaten sin saber lo que es y cuántas se lo adjudican haciéndonos flaco favor a las que lo llevamos por bandera. El feminismo no es la pugna por la superioridad de los derechos femeninos sobre los de los hombres, no. No es irreverencia descarada basada en el rencor. Eso es hembrismo. Ni es algo tan simple como ir ataviada con una actitud permanente que te identifique con el bando de una guerra de sexos. Tampoco. Ni odiar a los hombres en bloque. Ni vengarse por el yugo del heteropatriarcado imperante desde el principio de los tiempos. Ni no ser justa por discriminación positiva. Feminismo es defender con uñas y dientes la igualdad de hombres y mujeres en todo contexto y ámbito. Y punto pelota. Luego sí, lo soy. Cada vez más radicalmente feminista, cada vez más defensora desde esa raíz del equilibrio de derechos sin razón de sexo. Y no puedo no serlo. Aunque no quisiera, la vida no me permitiría no ser feminista por el mero hecho de que me pone en guardia todos los días, varias veces al día. Y es que no hay uno en el que, en mayor o menor medida no me sienta agredida y tenga que responder y correr a defenderme. Hay que vivirlo para darse cuenta de cómo va generando una herida en el carácter, cómo duele y cómo agota.
Mi perspectiva y mi sentir no son únicos, naturalmente. Pero tampoco son comunes a todas las mujeres de la sociedad que conformo. Y es triste, muy triste. Y agudiza la crisis al complicar la lucha, porque no solo ha de enfrentarse una al enemigo machista de sexo masculino, ni al machismo asentado en las arterias sociales y educacionales, sino que siente que tiene la zancadilla en casa. Me cuesta asimilar que existan mujeres en mi entorno social que no sean feministas. Me cuesta enormemente. Comprendo el hecho, naturalmente, porque sé a qué se debe e identifico causas mediatas e inmediatas de ello, y es que alrededor existen todas las herramientas del mundo para que la mujer continúe siendo parte consentidora del mencionado heteropatriarcado. Una maquinaria perfectamente articulada y engrasada a su servicio, que cuenta además con espías infiltrados vestidos de falso feminismo. Así que aquí sigo, activa y tremendamente predispuesta a seguir mi combate que sé bien que es eterno y que ya no consiente ni un solo desliz por parte de nadie. Estoy en guerra, y no hay más.
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