¿QUÉ ESPERO DE TI?

By María García Baranda - diciembre 15, 2016

 
Erick Oh



 En cada momento una búsqueda. A cada edad una necesidad. A cada experiencia un remedio. Con el paso del tiempo nuestros requerimientos van variando y con ellos nuestras prioridades y escalas de valores. Las relaciones personales que vamos estableciendo por el camino no se encuentran exentas de dicha mutabilidad y, a poco observadores de nuestro interior que seamos, podemos identificar qué rasgos ajenos han ido primando en cada etapa de nuestra vida.

   ¿Qué esperamos de los demás?, ¿qué espero yo de las personas con las que establezco una relación, sea esta del tipo que sea? Mil veces he puesto en tela de juicio la idea de esperar determinadas actitudes de los demás o la de inclinarme por no alimentar ninguna expectativa. Naturalmente entiendo ese concepto de dar sin ambicionar, pero pretendo ahora una reflexión muchísimo más realista, porque si somos absolutamente honestos, podemos identificar qué rasgos humanos nos atraen como imprescindibles a la hora de establecer una relación personal. Por lo que a mí respecta, puedo hacer un ejercicio de memoria sin excesivo esfuerzo y en virtud del cual alcanzo a saber qué me ha resultado fundamental en estas lides.
   Me remonto a mi niñez y sé qué me atraía como la miel a las moscas: la bondad. Se trataba esta de un saber ser sin dobleces, de una característica propia de la gente limpia, de esa que emana afabilidad. Percibía enseguida a los niños buenos y naturales, de gesto y conversación amables. Y del mismo modo huía despavorida de cualquiera que soltase por su boca una expresión que yo, por aquel entonces, consideraba cruel. Mi rechazo era inmediato, pero efectivamente se trataba de un alejamiento con un notable porcentaje de miedo. No era puramente un juicio crítico, sino una escapatoria temerosa. Sabía que si alguna vez habrían de llegarme sus dardazos, la herida sería profunda.  Verdaderamente me atemorizaban aquellos niños a los que escuchaba formular una crítica, reírse de un desliz o lanzar una palabra inapropiada. Pero, ¿por qué ese miedo? Muy sencillo: porque ya entonces no concebía un mundo sin gentileza ni afecto, un mundo distinto al mío, por más que no me costase descubrir que existía.
   Y llega mi adolescencia, etapa en la que le doy absoluta prioridad a la confianza como índice vertebrador de mis relaciones. Matizo ese concepto de confianza como la camaradería y la cercanía para compartir en profundidad aquello que te supone una verdadera catarsis personal. Diseccionadora del interior de las personas en potencia, de mi propio interior, ya por aquel tiempo me uno estrechamente a quienes pueden darme la réplica en mis reflexiones. Tremendamente abierta a la hora de hablar de mí, de mis preocupaciones, de mi intimidad,... por lo que aquel con el que me cruzaba habría de tener una dosis decente de sensibilidad al respecto. Y pensé que se trataba de un sentimiento universal y de una necesidad presente en prácticamente todos y cada uno de nosotros. Pero me equivoqué y llegué a distinguir entre dos tipos de seres creadores de ese colchón de confianza. Aquellos que buscaban confianza mutua y equilibrada, para dar y recibir, para escuchar y contar. Y aquellos cuyo objetivo era única y exclusivamente descargarse ellos. Succionar del otro, exprimir su capacidad de escucha y jamás molestarse en asomarse a su interlocutor. Mi reacción vino sola. Tardía en la mayor parte de los casos, pero definitiva: relaciones finiquitadas por causas naturales de egocentrismo extremo.
    Mis veintitantos,... lanzadera a la adultez y momento en el que convierto la afinidad mental en el mascarón de proa de mis relaciones. Y ojo con el asunto, porque es ciertamente peligroso, por cuanto tiende a la intolerancia. Tan beligerante yo en mis discusiones, tan radical a veces o contradictoriamente hiperflexible en otras, llevaba a gala eso de que el filtro de ideas comunes resultaba inevitable. Firmemente apoyada en que unos mismos principios unen, mientras que los discrepantes separan, encajaba perfectamente con aquellos que compartían mi visión del ser humano, y mi concepto de las virtudes cardinales y de los pecados capitales. Los que me decepcionaban y/o no participaban de mi vida eran, obviamente, los poseedores de ideologías en las antípodas de las mías. Recuerdo rasgarme las vestiduras, hacerme cruces, ser crítica y experiementar verdadera desolación cuando descubría una reacción tal en alguien de quien no me la esperaba.
  La treintena fue determinante, especialmente su segunda mitad. La década me separó de quienes no compartieron mis inquietudes vitales y me unió a quienes gozaban de la profundidad y riqueza emocional que yo esperaba de mis semejantes. Diez años de una lucha continua por separar la paja del trigo, por discernir quién me respondía con autenticidad de sentimientos y quién poseía un doble fondo o un fondo hueco. Esperaba correspondencia a un mismomgrado. Y aprendí lo importante que es captar el nivel exacto en que se encuentra quienquiera que corresponda. Comprobé que efectivamente había seres de quien no se podía sacar más, personas cuya entrega era absolutamente escasa o cuya maduración resultaba insuficiente. Pero sobre todo aprendí a asumir que hay quienes jamás evolucionarán emocionalmente. ¿La razón? Debería decir razones, porque hay varias. Porque no alcanzan a considerar esa faceta humana, porque no la consideran pertinente ni importante, porque se encuentran vacíos, porque dan preponderancia a otros rasgos humanos, porque no quieren hacerlo, porque no están jamás dispuestos a pagar ese precio, por incapaces,.. La empatía en particular y la inteligencia emocional se erigieron en mi particular búsqueda del Santo Grial. Frontera entre lo aceptable y lo inaceptable, eslabón de unión o sesgo incurable, decidí no claudicar en mis expectativas de un comportamiento y de un sentir con sólidos fundamentos emocionales. No podía ser de otro modo tratándose de un caso como el mío, un ejemplo claro de victoria de las emociones sobre lo estrictamente cerebral
   Y,... ¿qué espero hoy por hoy de las personas? Espero que se queden. Sí, que se queden. En mi vida, a mi lado, conmigo,... Opto sin dudarlo por quien se queda, por quien me elige, por quien apuesta por permanecer a mi lado y se vuelca -como yo hago- en que yo me quede en la suya. Hoy por hoy espero de mi gente lealtad en el más amplio sentido y siempre sobre la base de la autenticidad. Espero que quien se quede lo haga a gusto, porque me ve, me oye, me lee, me entiende. Y porque se siente visto, oído, leido y entendido. Espero que valore, no ya a mí, sino la gran dificultad de que lazos así nazcan en la vida. Espero que la gente no se mantenga impávida ni resignada ante la marcha de un ser querido. Ni que relativice, se rinda o esté ya hecho a las fisuras, o a las pérdidas. Pero especialmente espero que a mi alrededor no haya ejemplares de esos que trivializan el paso de otros seres humanos por su vida, elaborando una lista de nombres y caras borrosas con la frialdad de quien dice "la vida es así" sin torcer el gesto.




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