UNA, DOS y TRES DESPEDIDAS ABSURDAS

By María García Baranda - diciembre 10, 2016

    
UNA

  Supo que era absolutamente irrestible en cuanto se puso en pie e inició la marcha. Si se hubiese volteado a mirar habría descubierto los ojos de él clavados en sus caderas, deseando que no dejaran de contonearse nunca, eternas, rítmicas e insinuadoras en un baile que le hipnotizaba y que sabría reconocer entre un millón, porque había tenido la suerte de haberlo disfrutado en la más estricta intimidad. Únicamente para él. Siguió caminando, despacio, pero sin romper la magia del momento. La avenida aún era larga y la vista de él potente, más aún cuando las ganas apremian. Absolutamente irrestible para él, por primera vez lo sabía. Y no solo lo era su cuerpo, ni sus caderas, ni sus movimientos al andar, resuelta y pizpireta, sino que tenía la certeza de que además de sus ojos, su cerebro giraba una y otra vez al compás del estímulo de su intelecto, clavándose por dentro e intentando entrar en sus pensamientos para adivinar sus intenciones; siempre a la búsqueda de un nivel más, de una interpretación más profunda, de un conocimiento más hondo. Y a poder ser alcanzado por él de forma única e intransferible. Y del mismo modo lo sentía penetrar en sus emociones,  a través de su espalda, siempre alerta y prevenido, receloso a veces, convencido otras, pero agarrándolas de un extremo para que no se escapasen del todo. El trayecto que ella estaba recorriendo esa mañana era un fenómeno algo extraño. Ella sin verle la cara, pero sintiéndolo en la nuca como si tan solo les separasen escasos centímetros. Él percibiéndola cada vez más pequeña y difusa, pero leyendo sus pensamientos con cristalina claridad. Y ella continuó caminando hasta terminar la calle, momento en que dobló la esquina. Se perdieron de vista. Se avistaron perdidos. Él supo que como ella tan solo había una.


DOS

    Había pedido el café templado, como siempre, pero hervía con toda la mala leche de quien lo sirve agotado y sin ganas, y de quien lo recibe con prisas y apurada. Tomó un sorbo y se quemó los labios. Los labios, la punta de la lengua y parte de la garganta, excusa perfecta, por cierto para no decir gran cosa. Sin destacada expesión en su cara, sacó el neceser de su bolso y de él una pequeña cajita que contiene una pomada untosa multiusos. Tomó un poco con el dedo índice de la mano derecha y se la puso en los labios. Primero en el superior. Después en el inferior. Los unió, uno con otro, los restregó entre sí para hidratarlos y permaneció callada. Se sentía cansina y tal vez lo era. Ambos se miraban. Con dulzura, eso sí, pero con los ojos de quienes no saben qué decir porque los acontecimientos son incoherentemente necesarios e innecesariamente coherentes. Tanto daba. Un poco bucle todo. Un poco estar sin estar, pero en presencia permanente. Y al tiempo a un punto de marcharse, pero sin irse del todo. Algo extraño. Ella no hacía más que pensar en una cantinela surrealista que se le había metido en la cabeza: "yo quiero, tú quieres, él quiere, nosotros queremos, vosotros queréis, ellos quieren"; "yo quiero, tú quieres, él quiere,..." Así una y otra vez. Hacía esfuerzos sobrehumanos para no pensar en aquella melodía repetitiva y se llevó de nuevo el café a la boca. Se lo terminó de un segundo trago aún candente. Y volvió a quemarse. Pero apenas lo notó esa vez. No sabía si era porque la boca se le había adormecido ya con el primer sorbo, o porque habría necesitado un beso profundo que la despertara. De todo. Del todo. Dejó unas monedas sobre la mesa al tiempo de un: "invito yo". Sonrió con los mismos ojos de amor que la primera vez. No, no es cierto. Con mucho más amor que la primera vez. Y salió del local. Desde ese día lo convirtió en lugar tabú. Jamás les perdonó el haberse quemado los labios. Ni él se perdonó no habérselos besado. Aún duelen. Los dos.


TRES

   Sabía que tarde o temprano vendría a por sus maletas. Tres. Una grande, rígida y de color azul. La segunda, una de esas pequeñas y con ruedas, deformada de tan cargada como iba. Y la tercera y última, una bolsa de mano, con enseres mezclados sin orden ni concierto, apelotonados y guardados con la prisa de quien quiere salir de allí antes de romperse en llanto. Tardó algunas horas en recogerlo todo. Tres. Aproximadamente. Se despidió con los ojos solamente, mientras que ella permaneció sentada en el mismo lugar. Inerte. Muda. Impasible. Sin sangre. Viendo irse tes años juntos.
   Bajó andando uno por uno los pisos que lo separaban de la calle. Exactamente tres. Y recorrió con cara de dignidad las manzanas que lo llevaban hasta su coche. Tres. Metió dentro sus maletas, se sentó ante el volante y arrancó camino de su casa. Recorrió los pocos kilómetros que lo separaban de ella. Tres. Nada más entrar se metió en la cama ansioso por dormir y por alejarse de aquel momento tan sumamente negro, deseando engañar al consciente. Ya veríamos si al subconsciente. Apagó la luz y antes de cerrar los ojos miró la hora en el reloj de la mesilla. Era ya de madrugada. Eran casi las tres. Cayó rendido. Permaneció dormido casi tres días. Semiinconsciente. Semiinsensible. Semiimpasible. Y de pronto un sonido molesto, recurrente y agudo lo despertó. Cuando estaba incorporándose dejó de sonar y volvió a dejar caer la cabeza sobre la almohada. A punto de coger de nuevo el sueño volvió a oírlo. Esta vez pudo identificarlo. Era el teléfono. Hizo un sobreesfuerzo y se arrastró hasta el salón lentísimamente. Descolgó y preguntó quién era, pero ya no había nadie al otro lado. Seguramente se habían equivocado. 
     Mientras a tres kilómetros de allí, ella había hecho la tercera y última llamada. Llevaba tres días repitiendo la misma operación, pero sin suerte, porque él no contestaba. Las palabras que pronunciaría las tenía clarísimas en su mente. Tres. Te amo profundamente. Pero él no contestó. Tres días llamando. Tres veces al día. Tres palabras nunca dichas. Tres palabras nunca oídas. Tres.











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